domingo, 20 de diciembre de 2009

Tarde para todo

Maurice Echeverría
memoblogg.blogspot.com
En mi cuarto, viendo las aspas del ventilador, como ya lo hiciera un memorable personaje en una memorable película.
Excepto que no soy tal personaje. De hecho soy todo lo contrario: soy, me da pena decirlo, un periodista. Y me da más pena decir que soy un periodista sin ideas. Mi cerebro está seco como la mano difunta de una anciana.
Seguir leyendo... Entiendo que necesito salir de aquí, o jamás escribiré una raquítica línea. “Tenés hasta mañana para entregarme esa babosada”, me ha dicho mi editor. Eso me ha dicho: en su rostro había esa expresión un poco borderline que lo define y caracteriza.

Lo más fácil, pienso yo, será otear algún centro comercial de moda y fumarse una nota navideña cualquiera. Por ejemplo sobre los urbano–gastadores. Así que voy manejando por las calles acérrimas de Guatesádica, esquivando a los mandarines del insulto vial, precipitándome para ganarle terreno a los semáforos en rojo. Me sumerjo en los subespacios del estacionamiento del mall, en donde seguramente algún anciano lleva ya más tres días de andar perdido. Pasa todo el tiempo.

El centro de comercial es una matriz conformada por un millón de estímulos visuales, un panteón superhedonista para la carnicería de las marcas, una mansión plastificada con inquilinos permanentes: viejas guarras con dinero, fastidiosos adolescentes con repertorio de hormonas, y en general pobres almas que vienen a alquilar su alma crediticia. Han puesto en exhibición unos carros impecables en el primer piso, brillantes, casi helénicos. Algún guardia de seguridad me mira con la desconfianza propia de las personas que no tienen ningún poder real pero llevan de todos modos un tacuche puesto. En el food court los comedores compulsivos se congestionan en océanos de glucosa.

Doy vueltas y más vueltas y no se me ocurre nada y nada se me está ocurriendo. Esto comienza a ponerse frustrante. Todo se me antoja repetido y más que todo decadente.

Decido no ponerme ni fino ni antropológico sino escribir sobre lo primero que se me ponga enfrente. Y es cuando veo al niño, tan sentadito en la banca, inocente y beato. Le preguntaré cualquier mulada sobre Santa, y ésa será mi nota. El quid aquí es no complicarse.

El niño de lo puro delgado le ablanda a uno el corazón. Es delgado, es frágil, es un niño. Me aproximo.

(Y cuando me aproximo, el guardia de seguridad se aproxima a mí. Pero de inmediato le mando una mirada fría e inmovilizadora, como de clase alta, con lo cuál el guardia cancela su primer movimiento, y se va por otro lado.)

Le explico al niño que soy periodista, que trabajo para tal periódico, que me gustaría hacerle un par de preguntas. Procuro hablarle despacio, para que me entienda, para que me vaya entendiendo. El tiro me sale totalmente por la culata, como se ve por su respuesta:

“¿Me podría hacer el favor de no hablarme como si fuera un imbécil?”.

El ishto, que ha resultado ser un sobredotado, me ha agarrado con la guardia baja. Balbuceo cualquier disculpa.

“Bien”, dice, “¿cuál es su pregunta? No tengo mucho tiempo.”

“Bueno… sí… a ver… (en realidad no tenía siquiera una pregunta específica en mente) ¿cuál… quiero decir qué vas a pedirle a Santa Claus…?”.

“Quiere usted decir: ¿a cuál maniobra de merchandising navideño le he vendido el alma este año? Pues a ninguna. Como miembro del sector más vulnerable de consumidores –el de los niños– he optado por un enfoque radical de abstinencia. Me parece además que es el único medio real de empoderamiento frente a la manipulación parental. ¿Qué le pasa? Parece incómodo”.

“Es que no me esperaba una respuesta tan… tan… completa”.

“Lo cuál en cambio era de esperarse. Pero yo no necesito su condescendencia. No todos los niños somos así de vulgares, sabe”.

“Mil disculpas…”.

“En fin, no hay que leer a Thoreau o a Lao Tse para darse cuenta de las virtudes de una vida sencilla, que se mantenga lejos de la gerencia oficial, aprendida, eidética, del bienestar. No creo formar parte de ninguna progresía anticonsumista de turno, es sólo que no quiero consumir hasta vomitar, ya sabe, como los gringos en su famoso Viernes Negro… es obsceno y deprimente…”.

“Muchos se quejan de que se ha perdido el sentido de la Navidad”, aventuro, aún asombrado ante la gramática y sabiduría sobrenatural del patojo.

“En efecto, se ha dado una especie de alianza genética entre la idea de la natividad y el gravamen navideño, con lo cual el consumo se ha establecido como una condición mágica o ritualizada para posibilitar el parto crístico”.

“¿Hay una manera de salir de este, de este…?”

“¿De este sumidero? Eche un vistazo a su alrededor. ¿Le parece a usted que hay aún algo por hacer? No sea ingenuo. Es tarde… Es realmente tarde… Es tarde para todo…”.

Nomás ha dicho tan enigmáticas palabras, cuando quien sabe de donde, surge una gesticulante señora, al parecer madre del crío, y diré que penetrantemente ofuscada, con aire de haberlo estado buscando por un buen rato, y acarreando un montón de bolsas de Bershka y Kenneth Cole y Siman y Nine West.

“¿Pero en DÓNDE te habías metido, niño, te estuve buscando como una LOCA? Me estás MATANDO, niño. Me estás ENFERMANDO.”

La señora hasta este momento no ha reparado en mi presencia. Sigue alegando, amenaza con seguir alegando por un rato aún. El niño corta:

“Madre: te presento al Señor Periodista”.

La vieja –recogiendo una bolsa que ha botado– me advierte, me dice: “Espero que no lo haya molestado con sus tonterías; generalmente sabe cerrar la boca frente a los extraños, pero a veces le da por aburrirlos con sus incoherencias”.

“De ninguna manera, señora”, replico, “de hecho me ha parecido un chico muy especial. Y me gustaría saber si…” Quería pedirle permiso para seguir entrevistándolo, pero ella me interrumpe: “En el colegio me lo dicen todo el tiempo, dicen que es muy inteligente, que esto y aquello, pero yo ya le conozco el modo y a mí no me engaña. En fin, nos tenemos que ir. Pase usted buena tarde. Niño, ¿no vas a decirle adiós al señor?”

Ya se lo está llevando con un gesto brusco del bracito. El Patojo Sabio sólo alcanza a medio voltearse y me muestra su rostro, se diría compungido. Me quedo solo, en medio del gentío complementario. Los pisos bruñidos reflejan mil esquemas visuales. El guardia de seguridad me mira de lejitos, con cierto desdén.

Nunca tuve la oportunidad de preguntarle al patojo su nombre. Ahora me pregunto si mi editor querrá que publiquemos la entrevista de un niño sin nombre. A lo mejor piensa que me lo he inventado todo.

1 comentarios:

Lester Oliveros dijo...

JAJAJA, que buena entrevista, ese chico se llamaba Cofusio.