domingo, 20 de diciembre de 2009

Un linaje que se extingue

Juan Pablo Dardón P.
jpdardon.com
Verle allí sentado produce una nostalgia sempiterna, equiparable a pasar una tarde viendo estatuas de próceres u hojear en la cola del supermercado la revista Hola despedazando o ensalzando a las figuras de la realeza que aún están en pie.
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Se le nota el rancio abolengo que arrastra, huyendo del olvido. Un orgullo polvoriento le recubre entero y no puedo imaginar lo que pasa por su cabeza mientras me resigno a que ocupa un lugar no en su otrora trono, sino en una vitrina, en exhibición de sus glorias pasadas y fuegos fatuos.
Silbador, vaya apellido musical.

Una costumbre
“Siempre asistí, por mera tradición”, responde este descendiente de la realeza cuando le pregunto por los festejos de fin de año. No podía esperar menos de alguien cuyo linaje fue conocido incluso por niños, por muchas generaciones. Y es que la presencia de Silbador, particularmente, está inscrita en las costumbres de la diversión vacacional de los infantes. La mera presencia de su familia despertaba los sentidos.

A los Silbador se les puede equiparar, en importancia de fechas, a los circos ambulantes que periódicamente alegran los meses de tedio (que son todos, menos diciembre), claro, bajo la perspectiva de los aburridos y sucios niños de barrio.

Para quienes lo conocimos de cerca, este personaje ha sido motivo de grandes historias y batallas callejeras, Waterloos de asfalto, alquimia de la ba-sura. “Gracias a mí se lograron grandes avances en la ciencia del ocio”, dice, al recordar otros tiempos, quizá más nobles, simples.

Tiene razón. ¿Cómo olvidar los tubos y cuanto otro desecho hubiera, que transformados en armas ayudaban a defender el territorio que todo crío pen-saba que le pertenecía? “Esas luchas de banqueta a banqueta prepararon a muchos para las batallas que librarían de adulto”, agrega. “Un millón menos divertidas, claro”, quise agregar, pero no me atreví a interrumpir su elegante acotación.

Su escuela ya no forma a más generaciones de niños, pero aún está presente en el imaginario de los guatemalteco. Silbador vive el proceso de otras tradiciones que se van relegando frente a los embates de la modernidad. Todos saben de su existencia pero se le deja de lado frente a lo nuevo.

“Así pasó con las barberías, con las refresquerías, los vendedores ambulantes de juguetes que ellos mismos fabricaban... el trompo de madera; y toda una lista negra de cosas que una vez fueron tornillos de la maquinaria social y que se han ido perdiendo, zafando y que nadie extraña”, suspira.

Un silencio se apodera del ambiente. Su añejo semblante parece suspendido en el tiempo, en sus recuerdos.

¿Qué preguntar entonces a un personaje de ese calibre? Cualquier pregunta que haga sería un pleonasmo, esperando una respuesta grandilocuente —cuando puede serla— pero igual será fotografiar dodós. ¿Un recuerdo de qué, Silbador?

La pregunta rebota en la mudez y trasciende al campo público. Encuentro el ejercicio interesante, por tratarse de un personaje que impuso su presencia en la sociedad y que siempre fue vitoreado por pequeños... ahora, regulado por leyes que lo confinan al olvido.

Desplazado
“Mi nombre se asocia con accidentes e incendios para fin de año. Mercados en llamas culpa de mi personalidad inflamable. Hay quienes me tildan de ser piromaníaco. Niños víctimas de caprichos explosivos y la réproba mirada de los cuerpos de bomberos. Todo esto me ha tachado como uno de los inde-seables de la época. Es más, este año ya tiene su primera cuota de destrucción: unas bodegas ubicadas en la carretera Interamericana”.

Condenado por los doctores, las emergencias y ahora hasta por el clero en los sermones dominicales, Silbador extraña su aura de vandalismo intacta. El rey venido a menos de la pirotecnia no es nadie comparado con la nueva realeza del Lejano Oriente. Las dinastías chinas tomaron lo que es suyo y coparon la atención del público chapín.

“Vamos, ¿cómo competir contra bombas explosivas que devienen en grandes radios de arco iris de fuego en el cielo, mientras el gran show de este personaje es un largo y extendido silbido seguido de una huida por el cielo?”, me dice, furioso, frustrado.

Sin duda, lo suyo es espectáculo pobre y sin gracia, cuando vemos la rimbombancia de la nueva realeza.

La caída de la familia Silbador es comparable con las fortunas de las coronas europeas cuando se enfrenta a la de los gigantes tecnológicos: son anquilosadas pero aún causan cierto morbo en el público. Su rancio esplendor palidece frente a los reflectores de la pirotecnia oriental que en esencia llegó para quitarle del camino.

Silbador se ve abatido en su rebeldía. Es casi un James Dean a blanco y negro. Una imagen de un tiempo en que todo era más fácil y sencillo, hermo-so inclusive. Ahora la belleza es chispas de colores y grandes explosiones. Es raro encontrar a los últimos de un linaje que tanto contribuyó a ser felices a los niños y tristes a tantas aseguradoras contra incendios.

Como el último de los mohicanos, su canto de cisne es un agudo resoplido que se ahoga al final. Con gran esfuerzo trata de llegar más lejos que nadie. Creo que en su noble apellido descubrí de niño que la vida es un corto trayecto para ser recorrido. La historia de Silbador me enseña que hay perso-nas que cumplen con la ruta que se han trazado en la vida, mientras otros no pasan de un palmo de sus narices. Cual silbadores, hay quienes tocan vidas o son pirómanos. Otros explotan luego de una trayectoria perfecta en el negro y frío cielo decembrino.

Silbador se abstrae de nuevo en su glorioso pasado. Estoy seguro de que las imágenes que contempla son de niños, a quienes arrancó risas y aplausos. Yo me uno en su viaje y también alcanzo a revivir ese milagro que es la infancia.

2 comentarios:

Prado dijo...

Claro, como alguna vez lo manifesté en su tiempo, al protestar junto a dos niños, a los que pagué, frente a la Procuraduría de los Derechos Humanos: Culpen al irresponsable y no al Canchinflin. Lo queremos de vuelta. Para soñar que volamos con él y el mundo nos llora con ese chillido que deja, mientras muere.

MarianoCantoral dijo...

Toda una metáfora de vida. Explosión y sonido, a veces funcional.