domingo, 20 de diciembre de 2009

Baco en el Centro Histórico

Byron Quiñónez
byronquinonez.com
El frío de la época me refresca al salir de la oficina. Abordo un bus y me dirijo al Centro Histórico, donde voy a encontrarme con unos amigos para compartir un par de copas rotas, a beber un poco de ese elíxir que lo mismo fraterniza que divide, que alegra o amarga según la cantidad ingerida y la personalidad de cada quien.
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Las nubes del atardecer parecen un incendio en el cielo, con dragones de siete cabezas y diez cuernos, que lanzan llamaradas que rivalizan con las erupciones del Volcán de Fuego.

A la altura del Centro Cívico, un hombre de aspecto burócrata sube y pregunta cuánto es. “Dos”, responde el piloto de mal modo. El tipo trae la frente llena de sangre y la ropa en desorden: corbata deshecha, la camisa de fuera y el cincho por un lado.

Su aliento a guaro llena el pasillo del bus. “Ni se te ocurra sentarte aquí”, murmuro con malas pulgas de mal día. Como si me hubiera escuchado, sigue de largo. Ocupa un lugar junto a un joven que le mira con disgusto y se hace más para el rincón.

“Disculpe, joven. No lo ofendo, ¿verdad?”, pregunta buscando entablar conversación.
“Clásico bolo”, pienso con diversión y desprecio. El otro casi va sacando la cabeza por la ventana; le estrecha la mano por obligación y responde con monosílabos.

“Me acaban de asaltar, usté. Me quitaron el carro y me dieron un cachazo, por eso vengo sangrando”, relata el bolo. “¿Y por qué no va a poner la denuncia?”, inquiere el joven. “Es que si voy así capaz que me ponen multa por manejar bolo”, explica el tipo, y le doy la razón. En estos dorados tiempos, de sueldos paupérrimos y aguinaldos ídem (cuando los hay) nadie quiere andar pagando multas ni dando motivo.

El tránsito está imposible y descubrimos que hubo un choque en la esquina de la 16 calle y 9a. avenida. Los insultos, bocinazos y pitos de policía de tránsito se funden con ladridos de perro, ambulancias y música navideña, una mezcla tan irritante como indigerible.

Como la paciencia no es una de mis virtudes, bajo y sigo a pie, machucando pedazos de parabrisas que crujen como ronrones tostados en comal. Un bombero comenta lo peligroso de manejar con venados de fuerza en el motor.

Lo de siempre. Me encojo de hombros y, abriéndome paso entre los curiosos, sigo mi camino (sé que va a sonar feo, pero en esto del consumo de alcohol cada quien labra su propia desgracia y cualquier calamidad sufrida bajo su influencia es, por lo general, bien merecida).

Llego al antro y mis amigos brillan por su ausencia. Hora chapina, claro. Acaparo una mesa desde donde puedo observar sin que me molesten y me siento de espaldas a la pared, no sea que una botella voladora se reviente contra mi cabeza y me ahorre el dinero de la bebida.

Suena mi celular y son mis amigos, cancelando la reunión porque el Gordo tomó tanto que no despierta ni a gritos. Les obsequio un par de insultos y cuelgo.

Como soy bebedor peso mosca, pido un octavo y una Coca, más que todo para no quedarme burlado.

Estoy sirviéndome cuando veo que entra un personaje extraño, de ropas oscuras y rostro cambiante. Pareciera que le está haciendo caras a medio mundo, y para cada quien es un gesto distinto: sonriente, bravucón, triste, deprimido, embotado, amanerado…

Cuando pasa junto a un señor gordo, con aspecto de ir a media Guadalupe - Reyes, le pone la mano sobre el hombro. Veo su reflejo en el espejo del bar y su rostro me parece una calavera burlona, con los dientes amarillentos y astillados. Pensando que estoy sufriendo una alucinación, me froto los ojos.

De pronto, el recién llegado está frente a mi mesa y me pregunta si puede acompañarme. Como cosa rara, me cae bien y con un gesto de la mano le invito a sentarse. El tipo sonríe y ocupa una silla frente a mí. Un perro negro que le acompaña en silencio se echa a sus pies, en actitud vigilante. Su sombra, me doy cuenta, tiene forma de venado, con una cornamenta que parece árbol de Navidad, pero sin adornos. Lo miro con más atención y me gruñe, como diciendo “ya mucho”.

El recién llegado saca una botella extraña de la bolsa interna de su saco, la destapa y me llena el vaso. Cuando me dice quién es, me pongo en guardia pero trato de disimular. Tampoco es asunto de enojarlo porque me puede ir muy mal.

“¿Por qué te hacés el loco y fingís que no me conocés?”, pregunta. “¿Cómo así?”, respondo sin saber si el reclamo es hostil o amistoso. “Nos hemos visto an-tes, no te hagás”, me increpa.

Como sólo hay un vaso en mi mesa, vuelve a meter la mano en su bolsillo, saca una copa de cristal medianamente opaco y la llena. En la copa veo que nadan toda clase de alimañas: alacranes transparentes, lombrices blancas y serpientes albinas. En el fondo hay un polvillo blancuzco y granuloso: al parecer son huesos (fragmentados, seguramente, en accidentes de tránsito).

“La verdad es que tu cara se me hace conocida, pero…”. Me interrumpo al notar que los de las mesas vecinas me ven extrañados, como si yo fuera un loco hablando solo. Mejor me voy. Pongo cualquier pretexto y me levanto. El desconocido me estrecha la mano y me aconseja precaución. Al dejar el bar alcanzo a ver que cambia de mesa y que sirve su extraña bebida a un grupo de jóvenes, que amenamente charla con él.

Mientras espero a que pase un taxi tengo la sensación de ver a mi extraño interlocutor por doquier, acompañando a pilotos y transeúntes por igual. Dejo que el viento aclare mis sentidos y recuerdo las palabras con que se presentó: “Soy tan viejo como la Historia misma, tengo muchos rostros y a cada quien le afecto de manera distinta. Acompaño los grandes festejos y estoy presente en las mayores tristezas. Soy parte de este país desde tiempos precolombinos. Yo soy el guaro”.

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