BERNARDO ATXAGA
En Yangambi se decía que los cartuchos del rifle Albini-Braendlin eran las joyas más apreciadas de África, y que en las embarcaciones que subían y bajaban por el río Congo era más fácil encontrar un diamante que un cartucho. Se decía también, sin tanta exageración, que el rey Leopoldo en persona llevaba la contabilidad de los cartuchos, exigiendo a los representantes de Léopoldville que le justificaran el uso de cada uno de ellos: cuándo, dónde y cómo se había gastado.
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Por ello, cuando tras el banquete de Navidad el capitán Lalande Biran nombró a Chrysostome “Soldado del Año”, haciéndole entrega del premio, una caja con cien cartuchos, los diecisiete oficiales blancos y las diez sirvientas nativas que atendían las mesas no pudieron contener un suspiro; de envidia, en el caso de unos, de admiración, en el caso de otros.
—¡Es el héroe del año, señores! —exclamó Lalande Biran, invitando a Chrysostome a tomar la palabra.
—Primero tuve doce cartuchos —declaró Chrysostome—. Antes de venir a este banquete, sólo me quedaban cuatro. Ahora tengo ciento cuatro.
No se le movió un solo músculo de la cara, y en vez de mirar a sus compañeros o a una bella sirvienta que estaba a su lado y que era todo sonrisas, dirigió la mirada al río, a la selva, a la lejanía.
Van Thiegel le habló al oído a Lalande Biran: —Usted intenta complacerle. Pero él no quiere saber nada de nosotros.
Sin embargo, la actitud de Chrysostome no se debía a la arrogancia, ni al desprecio o a la indiferencia hacia sus compañeros de Yangambi. No sólo a eso, al menos. La cuestión era que aquel joven, igual que muchos héroes, igual que el gran Aquiles, tenía un punto débil que le impedía disfrutar de su envidiable posición y que daba a su rostro un aire tenso.
Dicho brevemente y sin metáforas, Chrysostome albergaba un gran temor. No se trataba del temor a los congoleños rebeldes que sentían los otros oficiales de la Force Publique, ni tampoco del miedo a los leones, los guepardos, los cocodrilos y las serpientes mamba.
Tampoco era un hombre que retrocediera fácilmente ante los peligros naturales, como demostró cuando acudieron a prestar ayuda militar al puesto de Kisangani, y todos pudieron verlo en el borde mismo de las cataratas Stanley apuntando el rifle hacia los enemigos con una serenidad total, como si el mismo Dios le estuviera susurrando al oído:
—Apunta tranquilo, Chrysostome. Ninguna flecha envenenada te ha de alcanzar. Naturalmente, también tú habrás de morir un día, pero no sucederá aquí.
Bastaba, sin embargo, que se le pusiera cerca una mujer para que toda su determinación y su energía se desvanecieran. Ahí asomaba su talón de Aquiles.
Su miedo tenía que ver con un suceso ocurrido cuando él contaba doce años de edad. Un día, mientras jugaba con sus amigos en los alrededores de su pueblo natal, Britancourt, vio salir a un hombre de la boca tenebrosa de una cueva.
Primero creyó que se trataba de un cadáver resucitado, y que las llagas putrefactas que mostraba en el rostro eran debidas a que llevaba algún tiempo muerto; luego, dejándose influir por uno de sus compañeros, pensó que era el mismo Jesús, que trataba de emular la reciente aparición de la Virgen María en Lourdes; pero, antes de que pudieran decidirse, el hombre se puso a gritar:
—Todavía pertenezco al mundo de los mortales, ésa es mi pena más grande. ¡Ojalá me llevara Dios con él!
Chrysostome y sus amigos le preguntaron qué le había sucedido.
—He pecado contra el sexto mandamiento —respondió el hombre—. Yo era un hombre bien parecido, de ojos azules, siempre rodeado de mujeres. Al final, han acabado conmigo.
Sus palabras resonaron en la boca de la cueva, y una corriente de aire trajo el olor pestilente de su cuerpo.
Supo más tarde, ya en casa, que el hombre de la cueva padecía una enfermedad llamada sífilis, y a partir de entonces las mujeres dejaron de ser para él un reflejo de su madre, menos aún de la Virgen María, y pasaron a ser las responsables de la desgracia de aquel hombre ulceroso y maloliente.
Transcurrieron los meses, y el párroco de su pueblo natal, Britancourt, le ató al cuello una cinta azul, la misma que llevaba el día de su llegada a Yangambi. La cinta representaba la pureza de su corazón; una pureza tan intensa como su temor por las mujeres.
En circunstancias normales, su temor —su pureza de corazón— sólo le habría aportado ventajas en Yangambi, ya que así se ahorraba tener que andar por la selva buscando mujeres, como hacían los otros oficiales, y evitaba contraer la sífilis u otras enfermedades contagiosas.
Además, la pureza habría beneficiado otros aspectos de su vida, no sólo el sexual, dejándole por ejemplo un montón de tiempo libre. Sin embargo, pronto se volvió en su contra.
Todo empezó nada más convertirse en el “Soldado del Año”, el privilegiado ser que guardaba en su paillote cien cartuchos, cien joyas de color dorado. Todos somos vulnerables cuando nos vemos rodeados de envidiosos, de serpientes; tanto más cuando —como Aquiles, cabría decir— hay de por medio un talón frágil.
La mayoría de los oficiales de Yangambi se sintieron celosos del éxito de Chrysostome. Sospechaban que no iba a ser el último, que habría más premios, más cartuchos en liza, y que, por la actitud del capitán Lalande Biran, que parecía tenerle una querencia especial, todos acabarían en manos de aquel commençant.
Y no resultaba fácil asumirlo. Convivir con una persona que valía más de cien cartuchos era deprimente, como verse en un espejo que les devolvía la imagen de su mediocridad militar.
*ESTE ES UN FRAGMENTO DE SIETE CASAS EN FRANCIA, LA NOVELA MÁS RECIENTE DE BERNARDO ATXAGA (ESPAÑA, 1951). HA SIDO PUBLICADA POR LA EDITORIAL ALFAGUARA DEL GRUPO SANTILLANA.
domingo, 13 de septiembre de 2009
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