domingo, 30 de agosto de 2009

La colección del Führer*

PATRICIA SAGASTIZÁBAL
Una persistente llovizna cubría Nueva York desde hacía varios días y por las desiertas calles soplaba una brisa cálida y pesada, cuando un auto se detuvo frente a la puerta de una galería de Greenwich Village. Eran las cinco y cuarto de una madrugada de principios de junio de 1951.
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La luz tenue de un farol apenas iluminaba la vitrina, creando sombras y luces sobre un Rothko y un dibujo de Picasso, también en algunas vasijas indígenas y en una máscara de plata dispuestas sobre una manta color púrpura.

La mujer despidió a su chofer, bajó del auto, miró a su alrededor con recelo e ingresó en la galería. Hacía más de dos meses que el guardián nocturno no la veía, pero era habitual que Lucía von Vevenau viajara, habitual también que se presentara en horas impensadas sin previo aviso.

Lucía atravesó las salas en penumbra, y en cuanto cruzó el umbral de su oficina, encendió la lámpara del escritorio, una tulipa italiana que irradiaba una luz vaga y suave.

Levantó el velo del sombrero que le cubría el rostro y dejó la cartera a un costado. Acaso porque debía apresurarse para tomar algunas determinaciones, dispuso unas páginas de color sepia sobre la mesa y las leyó con detenimiento. Luego extrajo de la caja fuerte otras hojas de similar textura y color. Las comparó.

Fue entonces cuando descubrió el error. Frunció el ceño y sacudió la cabeza. Volvió a observarlas bajo la luz, y cuando todavía no había alcanzado a apoyar-las nuevamente sobre la mesa, sonó el teléfono.

—Ahora que las ha visto, ¿qué opina? —dijo una voz de hombre.

—Estaba a punto de llamarlo. Pienso que podrían ser perfectas, si no hubiera un leve error. Algo no está bien en la fecha de los documentos, ¿comprende?

—Entiendo que va a negarse a pagar lo que valen.
Lucía pestañeó molesta.

—Nada más lejano.

—Sospecha que la engaño, lo sé. Pero puedo mandarle pruebas de que le vendí el original.

Lucía apartó la vista hacia la ventana. Estaba furiosa con ese hombre y sí, claro, pensaba que la estaba engañando. Al menos, estaba sosteniendo en sus manos un pergamino con la fecha adulterada. ¿El hombre había dicho que le enviaría una prueba por correo?

—¿Cómo es eso?

—He sacado fotografías.

Lucía apretó los labios.

—Eso no es posible. Y no debe ofrecérselo a nadie más, lo sabe, ¿verdad?

—Teme que me descubran y lleguen a usted. Tal vez ya estén cerca y...

El hombre tosió, farfulló una palabra que no se entendió y de pronto optó por callar. Se hizo un silencio, señal, intuyó Lucía, de que tenía otras pruebas para el intercambio, aquello que no le había entregado todavía. Señal también de otra cosa.

El soldado Herbert, que había roto su silencio para venderle a Lucía lo que sabía y ocultaba, vivía en estado de zozobra. Como soldado del Reich, había trasladado a fines de 1945, desde las cuevas de sal en Austria hasta la Toscana, un cargamento secreto: los siete cuadros que la Hermandad Primorum Santi había obsequiado al Führer al nombrarlo integrante, cuando el régimen estaba en su apogeo. Lucía sabía que ahora, en su vigilia paranoica, el soldado quería obtener más dinero. No solo estaba enfadada con el atrevimiento del soldado, sino que temía su desatino.

—Debió consultarme antes de tomar esas fotografías.

Lucía lo oyó rumiar algo en voz baja, y cuando se inclinó sobre el documento que examinaba, vio algo. Sacudió la cabeza como si no entendiera, y luego ex-clamó:

—¡Falta una página! La continuación de uno de los pergaminos, ¿no es cierto?

El hombre vaciló. Carraspeó con inquietud y luego dijo:

—Es verdad, pero esa única página vale más de lo que tiene en su poder. No quiso comprenderlo aquella noche, ¿recuerda, verdad?

—Fui una tonta, sin duda alguna. Le pagaré lo que me pidió. Pero debe decirme dónde está.

—Fíjese en el cuadro que compró el primer día. Estuvo allí desde el principio.
Lucía levantó la vista. Sus ojos azules brillaron en la penumbra. El cuadro de Hals apoyado contra el mueble de ébano resplandecía con la arrogancia majes-tuosa de una verdadera obra de arte. Cualquier sospecha sobre la actuación del soldado Herbert se terminaba con la mención del dinero. No tenía caso discutir cuando podía pagar.

—Tendrá lo que quiere —dijo Lucía—. Mañana a las diez, en la oficina de correo.

Adiós.

Apoyó el teléfono sobre la horquilla y caminó hacia el cuadro. El retrato de la vieja ebria, construida con tempestuosas pinceladas, tenía algo demoníaco, como si esa imagen hubiera sido tomada en el instante del alcohol y la locura.

Como si aquella mujer viviera en la poderosa forma naturalista que Hals había dispuesto con las pinceladas de color negro y blanco. Rozó el contramarco, y todavía con la mirada en la sonrisa desdentada de la vieja del retrato, respiró satisfecha. Había encontrado el último de los pergaminos, el número siete.

*ESTE FRAGMENTO PERTENECE AL PRIMER CAPÍTULO DE LA COLECCIÓN DEL FÜHRER, NOVELA INCLUIDA EN LA COLECCIÓN LA OTRA ORILLA DE LA EDITORIAL NORMA.

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