Guillermo del Toro, Ckuck Hogan*
Terminal 3, pista de estacionamiento.
Lorenza Ruiz se dirigía hacia la puerta en el transportador de equipaje, que básicamente es una rampa hidráulica sobre ruedas. Cuando el 753 no apareció en la esquina a la hora establecida, fue a echar un vistazo, pues pronto se tomaría su descanso.
Llevaba protectores auditivos, un suéter de los Mets debajo de su chale-co reflector, gafas —el polvo de la pista era insoportable—, y los dos bastones luminosos para guiar al avión hasta la puerta de embarque descansaban en el asien-to, junto a sus caderas.
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—¿Qué diablos pasa aquí?
Se quitó las gafas, como si necesitara ver directamente con sus ojos. Allí estaba el gran Regis 777, una de las nuevas adquisiciones de la flota, sumido en la os-curidad de la Foxtrot.
En la oscuridad total, sin siquiera las luces de navegación de las alas. El cielo estaba vacío aquella noche; la Luna llena de cráteres, las estre-llas secas: no había nada. Lo único que alcanzó a ver fue la superficie suave y tubular del fuselaje y de las alas brillando débilmente bajo las luces de aterrizaje de los aviones que se aproximaban. Uno de ellos, el 1567 de Lufthansa, por poco choca contra el avión detenido.
—¡Jesús santísimo! —exclamó Lorenza.
Informó del incidente de inmediato.
—Vamos en camino —le dijo el supervisor—. “El nido del cuervo” quiere que vayas y eches una mirada.
—¿Yo? —preguntó Lo.
Frunció el ceño; eso le pasaba por ser curiosa. Avanzó por el carril de servicios de la terminal de pasajeros, cruzando las líneas de las pistas de rodaje que demarcaban la zona de estacionamiento. Estaba un poco nerviosa y alerta, pues nunca había llegado tan lejos. La FAA tenía reglas muy estrictas sobre la circulación de los remolques y transportadores de equipaje, así que estuvo muy atenta a los aviones en movimiento.
Dobló delante de las luces azules de orientación que bordeaban las pistas de rodaje. Le pareció que el avión se había apagado por completo, desde la nariz hasta la co-la. Las señales luminosas de seguridad y las luces interiores del avión estaban apagadas. Generalmente, incluso desde el suelo —que estaba a nueve metros—, se podía ver el interior de la cabina de mando a través de los ojos rasgados del parabrisas sobre la nariz característica del Boeing: el panel superior y las luces de los instrumentos con su típico resplandor rojo. Pero no se veía ningún tipo de luz.
Lorenza observó el avión a nueve metros de la punta del ala izquierda. Cuando llevas mucho tiempo trabajando en la pista —ocho años en el caso de Lo, mucho más que la suma de sus dos matrimonios—, logras aprender varias cosas. Los desaceleradores y los alerones —las aletas giratorias detrás de las alas — estaban derechos, tal como los sitúan los pilotos después de aterrizar. Los turborreactores estaban detenidos y silenciosos; generalmente tardan un poco para dejar de absorber aire, incluso después de detenerse, succionando polvo e insectos como unas aspiradoras descomunales y voraces. La nave había tenido un aterrizaje normal, sin presentar ningún problema antes de apagarse por completo.
Más alarmante aún, si había sido autorizado para aterrizar, los problemas que pudiera haber tenido debieron de suceder en un lapso de dos o tres minutos. ¿Qué problemas pueden surgir en tan poco tiempo?
Lorenza retrocedió un poco más, pues no quería ser succionada y triturada como un ganso canadiense si los turboventiladores se encendían de repente. Caminó a un lado de la zona de carga, el área del avión con la que estaba más familiarizada, hasta llegar a la cola, y se detuvo debajo de la puerta de salida de pasajeros. Puso el freno de mano y hundió la palanca para levantar la rampa, que tenía casi treinta grados de inclinación en su máxima altura. No era suficiente, pero era algo. Tomó los bastones luminosos y caminó por la rampa hacia el avión muerto.
¿Muerto? ¿Por qué había pensado eso? Ese aparato nunca había estado vivo...
Lorenza pensó fugazmente en un enorme cadáver en descomposición, en una ballena varada sobre la playa. La aeronave le parecía eso, un leviatán moribundo.
Cuando se acercó a la parte superior del avión, el viento se detuvo. Hay que señalar algo sobre las condiciones climáticas de la pista de estacionamiento del JFK: el viento nunca se detiene. Nunca jamás. Siempre hay viento en la pista; allí, donde los aviones vienen y van, entre los saladares y el helado océano Atlántico al otro lado de Rockaway. Pero, de repente, todo se hizo realmente silencioso, tanto que Lo se quitó los grandes protectores de felpa para estar segura de lo que sucedía. Creyó escuchar un martilleo en el interior del avión, pero no tardó en comprender que era tan sólo el latido de su propio corazón. Encendió su linterna y alumbró el costado derecho de la nave.
Siguió el rayo circular de la luz, y notó que el fuselaje aún estaba húmedo y resbaladizo tras el aterrizaje, y sintió un repentino olor a lluvia de primavera. Iluminó la larga hilera de ventanas con la linterna, pero todas las persianas estaban cerradas.
Se asustó, pues eso era muy extraño. Se sintió apabullada por el enorme avión de 250 millones de dólares y 150 mil toneladas de peso. Tuvo una sensación fu-gaz, pero fría y palpable de estar ante una bestia semejante a un dragón; un demonio que sólo aparentaba estar dormido, y que en realidad era capaz de abrir sus ojos y su horrible boca en cualquier momento. Fue como un relámpago psíquico, un escalofrío que la recorría con la fuerza de un orgasmo al revés, tensionando y anudándolo todo.
Entonces notó que una de las persianas estaba levantada. Los vellos de la nuca se le erizaron tanto que tuvo que poner su mano sobre ellos para aquie-tarlos, como apaciguando a una mascota nerviosa. Ella no había visto esa persiana antes. Siempre había estado abierta: siempre.
Tal vez...
La oscuridad se agitaba en el interior del avión, y Lorenza sintió que algo la estaba observando.
Gimió inútilmente como una niña. Estaba paralizada. Una punzante avalancha de sangre, precipitándose como si acatara una orden, le apretó la garganta...
Y entonces ella entendió de manera inequívoca: algo iba a devorarla...
La ráfaga de viento comenzó de nuevo, como si no hubiera amainado nunca, y Lo no necesitó ninguna otra insinuación. Bajó la rampa, saltó al interior del transportador y salió marcha atrás, activando la bocina de alerta, con la rampa todavía levantada. El chirrido que escuchó provenía de una de las luces azules de la pista de rodaje que se había atascado debajo de los neumáticos del transportador a medida que se alejaba a toda prisa, rodando entre el césped y la pista, dirigiéndose hacia las luces de media docena de vehículos de emergencia que se aproximaban.
*ESTES ES UN FRAGMENTO DE LA NOVELA NOCTURNA, DE GUILLERMO DEL TORO Y CHUCK HOGAN, PUBLIDADA POR LA EDITORIAL SUMA DE LETRAS, DEL GRUPO SANTILLANA. ES LA PRIMERA ENTREGA DE LA TRILOGÍA DE LA OSCURIDAD.
domingo, 2 de agosto de 2009
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