domingo, 12 de julio de 2009

Alaíde Foppa, el eco de tu nombre

Gilda Salinas
La muerte empieza con la vida, eso dices, te dices y repites cuando la mano, cuando los dedos como hierros al rojo vivo se prenden contra tu boca y no quieres, evitas escuchar sus palabras porque no importan, ni su tono ni su significado; parece que ahora cada sentimiento, cada valor toma el lugar preciso: marchaste con paso firme a pagar la deuda, el precio de tanto y de tan poco, de haber tenido todo...
Seguir leyendo...

La muerte empieza con la vida, eso dices, te dices y repites cuando la mano, cuando los dedos como hierros al rojo vivo se prenden contra tu boca y no quieres, evitas escuchar sus palabras porque no importan, ni su tono ni su significado; parece que ahora cada sentimiento, cada valor toma el lugar preciso: marchaste con paso firme a pagar la deuda, el precio de tanto y de tan poco, de haber tenido todo: el abrazo protector de Alfonso, el amor de cinco hijos, el de los nietos, el amor por la literatura y la risa y la poesía, los amigos, los proyectos, la cátedra, la revista, el programa de radio y las razones para levantarte cada mañana a espiar la vida a través del cristal de tu cuarto, de tu casa en la calle de Hortensia, espiar la vida sin saber que atrás de ella a ti te espiaba la muerte, esa que había empezado a desgarrar el lienzo majestuoso del horizonte desde que las puertas de tu hogar se abrieron para aquel grupo de muchachos exiliados, fuga-dos, perseguidos; entró el fantasma que traía la factura de tu existencia con un endoso, ¿o sería desde antes? ¿Desde siempre? Ya qué importa. Creíste tener tanto, todo, y resultó muy poco.

Por eso no te sorprendió el aparatoso rechinar de llantas y las maniobras con que un automóvil interceptara el tuyo, la rapidez, la coordinación con que abrie-ron las puertas de los autos; sí, sentiste temor por las miradas de jaguar que te maniataron el instinto y se apretó tu corazón al ver que Leocadio se aferraba al volante hasta ser arrancado y arrastrado fuera del vehículo y alcanzaste a traducir la súplica de sus ojos; querías detenerlos, gritar que eras tú a la que busca-ban, tú la que entregó el sobre al desconocido, por qué llevarse al chofer, ¿para qué? Y, sin embargo, el miedo selló tus labios. No el miedo a los hombres sino el temor a que un movimiento brusco rompiera la burbuja de esta pesadilla que llevas digiriendo cinco meses y que no estallara nunca, por eso escondiste la mirada tras los párpados.

Van a soltarlo, Dios, permite que Leocadio vuelva a su casa. No quieres que esa injusticia pese también en tu conciencia, ellos saben que él no tiene nada que ver, saben todo, los infiltrados del gobierno se ramifican y cumplen bien con su trabajo. Abres los ojos cuando sientes que los sujetos suben al carro, copan tus flancos, las vías de escape se vuelven cuerpos con olor a violencia; un policía se acerca a interrogarlos y se convierte en cómplice a través de claves que no entiendes, tras él una mujer observa incrédula, mortificada ante la pasividad del guardia; ahora murmura, quizás reconociéndote, o quizás en el inicio de un rezo: todos saben cuáles son los procedimientos contra los guerrilleros, los comunistas, los sospechosos. No, no te sorprende: lo deseabas y lo temías. Llegaste a Guatemala con el sobre en la bolsa presa contra tu vientre, como si estar en la mira te volviera invencible y, sin embargo, segura de llevar el boleto de peaje; llegaste con la pena trenzada al pavor y al deseo, por eso la precaución de hablarle a Catherina: que si podía ir por ti al aeropuerto, el objetivo principal era entregar ese sobre.

Las 24 horas de cada día fueron una larga espera, la espera es la ausencia de relojes, es un insomnio de tiempo detenido, el tiempo es el olvido, ¿o es la es-casa memoria de una historia inconclusa? Listo, empezaba el final: la casa sola sábado y domingo, la llamada telefónica, calles, las noches, el artículo para la revista, la vuelta de tu madre desde la finca, todo tuvo sabor de ansiedad, una ansiedad que se fue gestando desde que dio la vuelta el reloj de arena, cuando el grupo de los cinco — tú entre ellos — estuvo en Nicaragua después del triunfo sandinista para integrar el Frente y declararon ¿te acuerdas?, su incondicional apoyo a la guerrilla guatemalteca; palabras como campanas de indulto: tú también, tú también estabas con ellos; ¿cómo no estarlo sabiendo que en cada em-boscada, en cada segundo de lucha podías perder a tus hijos?

Ayudar, aportar, cualquier cosa que acabara con la masacre... ahora te confundes: las aportaciones a las guerrillas se hacen en secreto, ¿para qué declararlo a la prensa? El gobierno de Lucas García tomó a mal las declaraciones de los guatemaltecos que viajaron a Nicaragua para integrar el Frente Democrático co-ntra la Represión. Lo califica de organización fachada del Ejército Guerrillero de los Pobres. ¿Recuerdas el artículo? ¿Qué tipo de ayuda pensabas brindarles?

No te engañes. Querías hacer algo, es verdad, urgía que los muchachos supieran: Alaíde ya no era la misma, la pasividad desató su rabia; Alaíde estaba con ellos a cualquier precio; sus ideales, sus batallas eran tuyas; pero más allá de las causas de amor, echaste a andar la maquinaria del verdugo, un reloj de arena que camina en sentido inverso: ¿se te olvida que el asesinato de Juan Pablo es sólo un anticipo del costo de las convicciones políticas de la familia? ¿Se te olvida que Mario y Silvia forman parte de la guerrilla en este momento? ¿Se te olvida que tu esposo prefirió la muerte a la incertidumbre? No, no es verdad, Alfonso murió en un estúpido accidente. Accidente. asesinato, inmolación, ¿qué prefieres?...

*ESTE ES UN FRAGMENTO DE LA NOVELA ALAÍDE FOPPA, EL ECO DE TU NOMBRE. ESCRITO POR LA NOVELISTA, GUIONISTA Y TEATRISTA GILDA SALINAS. LA OBRA ESTÁ EDITADA POR EDICIONES DEL PENSATIVO Y SE ENCUENTRA DISPONIBLE EN LA LIBRERÍA DEL PENSATIVO. 5A. AVENIDA NORTE #29, ANTIGUA GUATEMALA; 7832-0729.

I. Alejandro Azurdia. aazurdia@sigloxxi.com

0 comentarios: