Andrés Neuman
Tras un nuevo paseo sobre la escarcha, Hans tuvo la impresión absurda de que el plano de la ciudad se desordenaba mientras todos dormían. ¿Cómo podía extraviarse tanto? No lograba explicárselo.
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Tras un nuevo paseo sobre la escarcha, Hans tuvo la impresión absurda de que el plano de la ciudad se desordenaba mientras todos dormían.
¿Cómo podía extraviarse tanto? No lograba explicárselo: la taberna donde había almorzado aparecía en la esquina opuesta a la que su memoria le indicaba, la herrería que debía estar girando a la derecha lo sobresaltaba con sus golpes por la izquierda, esa cuesta que sin duda bajaba se ofrecía de pronto empinada, cierto pasaje que él recordaba haber atravesado y que debía desembocar en una avenida se interrumpía en una tapia ciega.
Desafiado en su orgullo de viajero, tras negociar con un cochero un asiento en el próximo carruaje hacia Dessau, Hans mantuvo su empeño por identificar las callejuelas que recorría.
Pero lo mismo acertaba dos o tres veces y cantaba victoria, que se desalentaba comprobando que había vuelto a perderse. El único lugar que se mostraba invariablemente accesible era la plaza del Mercado, a la que regresaba sin cesar para orientarse.
Ahí estaba Hans de nuevo, haciendo tiempo hasta la salida del carruaje, intentando fijar en su mente los puntos cardinales, vuelto un reloj de sol que proyectaba una lanza de sombra sobre el empedrado, cuando vio llegar al organillero.
De barbas canas, moviéndose con una mezcla de dificultad y delicadeza, como si al arrastrar los pies pensase que bailaba, el organillero llegó a la plaza tirando de su carretilla, dejando un rastro en la nieve incipiente. Lo acompañaba un perro negro que, con instinto rítmico, se mantenía siempre a la misma distancia respetando sus pausas, tambaleos, síncopas.
El viejo iba abrigado, si no es mucho decir, con un capote pardo y una capa traslúcida. Se detuvo en un costado de la plaza. Acomodó sus cosas con extrema parsimonia, como ensayando la mímica de lo que haría más tarde.
Al terminar de instalarse levantó el maltrecho paraguas que llevaba atado al mango de la carretilla. Lo abrió cuidadosamente y lo colocó sobre el organillo, para que la nevisca no le cayera a su instrumento. Este último gesto conmovió a Hans, que se quedó esperando a que el organillero empezase a tocar.
El viejo no tenía ninguna prisa o disfrutaba de la demora. Bajo sus barbas se insinuaba una sonrisa de complicidad con su perro, que lo miraba alzando las orejas triangulares. El tamaño del organillo era modesto: encaramado a la carretilla apenas superaba la cintura del viejo, por lo que él debería encorvarse incluso más para tocarlo. La carretilla estaba pintada de verde y naranja.
La madera de las ruedas había sido roja. Recubiertas por un aro que a duras penas las mantenía compactas, esas ruedas no eran redondas sino de otra forma más accidentada, golpeadas como el tiempo que llevaban rodando. El frontal del instrumento había sido decorado con un paisaje de primor infantil, que figuraba un río con árboles.
Cuando el organillero empezó a tocar, algo rozó el límite de algo. Hans no añoraba nada: prefería pensar en el siguiente viaje. Pero al escuchar el organillo, su pasado metálico, le pareció que alguien, otro anterior a él, se estremecía en su interior. Siguiendo la melodía como se lee un papel al viento, a Hans le sucedió algo infrecuente: sintió cómo sentía, se contempló emocionándose. Su oído atendía porque el organillo sonaba, el organillo sonaba porque su oído atendía.
Más que tocar, a Hans le pareció que el viejo hacía memoria. Con una mano de aire, los dedos ateridos, movía la manivela y la cola del perro, la plaza, la veleta, la luz, el mediodía giraban sin interrupción, porque cuando la melodía rozaba su final la mano relojera del organillero hacía no una pausa, ni siquiera un silencio, apenas una rasgadura en un manto, le daba la vuelta y la música volvía a comenzar, y todo seguía girando, y ya no hacía frío.
Regresando a sus pies, Hans se extrañó al notar que nadie parecía atender a la música del organillo. Los transeúntes pasaban sin mirarlo, acostumbrados a su presencia o demasiado apresurados. Por fin un niño se detuvo frente al organillero.
El viejo lo saludó con una sonrisa a la que el niño respondió tímidamente. Dos zapatos enormes se posaron detrás de sus cordones desatados y una voz se agachó diciendo: No mires al señor, ¿no ves cómo va vestido?, no lo molestes, vamos, vamos. Delante del viejo relucía un plato en el que de vez en cuando alguien depositaba una monedita de cobre.
Hans observó que quienes tenían esa deferencia tampoco se tomaban un minuto para seguir la melodía, lo hacían como dejando caer una limosna. Pero el organillero no perdía la concentración, la cadencia de la mano.
Al principio Hans se limitó a contemplar al viejo. Después, como despertando de un sueño, cayó en la cuenta de que él también formaba parte de la escena. Se acercó con sigilo y, procurando transmitirle su atención, se agachó para dejarle una recompensa que dobló la cantidad que había en el plato.
Entonces el organillero, por primera vez desde que había llegado, alzó del todo la cabeza. Le dedicó una mirada franca, de reposada alegría, y siguió tocando sin inmutarse. Hans pensó que el viejo no había detenido la manivela porque sabía que él estaba gozando de la música. Con más sentido práctico, el perro del organillero sí pareció hallar conveniente algún tipo de protocolo: entrecerró los ojos como si hubiera salido el sol, abrió desmesuradamente la boca y desplegó su larga lengua rosada.
Cuando el organillero se tomó un descanso, Hans decidió dirigirse a él. Conversaron un rato ahí mismo, de pie, empapados por la nevisca. Hablaron del frío, del color de los árboles de Wandernburgo, de las diferencias entre la mazurca y la cracoviana. A Hans lo cautivaron los modales cuidadosos del organillero, y a este le agradó el timbre profundo de la voz de Hans.
Consultando el reloj de la Torre del Viento, y calculando que le quedaba una hora antes de regresar a la posada para recoger su equipaje y esperar el coche, Hans invitó al organillero a beber algo en una de las tabernas de la plaza. El organillero aceptó el ofrecimiento con una inclinación y dijo: En ese caso tendré que presentarlos. Le preguntó su nombre a Hans y añadió: Franz, te presento al señor Hans, señor Hans, le presento a Franz, mi perro.
*ESTE ES UN FRAGMENTO DE EL VIAJERO DEL SIGLO, LA NOVELA GANADORA DEL PREMIO ALFAGUARA DE NOVELA 2009, DE ANDRÉS NEUMAN (ARGENTINA, 1977). ESTARÁ DISPONIBLE EN LIBRERÍAS LA SEMANA PRÓXIMA.
domingo, 14 de junio de 2009
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2 comentarios:
En mi opinión es larga, pretenciosa y aburrida. Se aprecian lecturas, momentos de talento (la escena del abanico en el primer encuentro Hans-Sophie) y mucho trabajo para componer esto, pero el resultado es pesado y poco interesante. Me gustó mucho más Bariloche, una novela suya anterior.
a mí me parece brillante.
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