Adolfo Escobar Hernández*
Octubre de 1967
Primer día
“La verdadera paz sólo se experimenta al renunciar a algo, cuando aún hay tiempo, voluntad y medios para luchar por ello”.
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En la playa del lago, el viejo escritor pensaba en esas líneas; con ellas había empezado su última novela. La Inconclusa. Cualquier cantidad de años después, no había sido capaz de escribir un segundo párrafo. Ni nada más. No recordaba cuándo había dejado de escribir. Simplemente había sucedido. Pura disfunción escri-banil. Impotencia amanuense. No era sino un escribanillo de pacotilla. Y desde entonces, la vida le parecía una sucesión de momentos aburridos y sin significado. Años antes, en otra vida, le apasionaba venir al lago para despojarse de la parafernalia de escritor y olvidarse de cuartillas, premios, viajes, conferencias... Ahora, había vuelto al país para ver si se acordaba de cómo escribir. Si ironía es la manera en que los dioses se burlan de los hombres, pensó, en estos momentos deben estarse carcajeando. La ironía no sólo le pareció triste, sino absurda.
Tendido bajo unos árboles frondosos, a un lado del embarcadero, el hombre intentaba sacudirse la modorra de un almuerzo regio; con desgano, lanzó una mirada al Cartier en su muñeca y se dio cuenta de que llevaba ya un par de horas allí, viendo con desidia el vaivén del agua azul. De uno de los doce pueblos que rodeaban el lago (todos bautizados en honor a los apóstoles bíblicos, según el mito), venía la lancha de pasajeros —único medio de transporte entre esos poblados— y el hombre posó con indiferencia su mirada en ella. Si la embarcación hubiera salido volando o se hubiera hundido le habría dado igual. Nada podía sacarlo del maras-mo en que se encontraba. Ni siquiera si hubiese sabido que en la lancha venía el hombre más famoso del mundo, después de Jesucristo.
El descanso también mata, se dijo cínicamente, antes de incorporarse con la dificultad propia de los viejos y obesos; había decidido regresar al pequeño hotel a dormirse de verdad. Vio hacia la lancha una vez más y se detuvo unos momentos. Le pareció que una idea germinaba en el terreno árido de su imaginación, pero sólo fue un alegrón de burro.
Eran ya muchos los años desde que la simiente se le había secado, de ser estéril como la bíblica Sarai. Ideas ectópicas las llamaba. Exactamente, no era que no hubiera concepción de ideas, sino que todas se le malograban. Pero confiaba en que algún día daría a luz una bomba y entonces crearía filas de letras cual hileras de hormigas, una tras otra, hermanitas, primas, parientes y demás familia, y haría feria con ellas, las subiría al trencito de las palabras, al tiovivo de las oraciones, jugaría a la lotería con maicitos para marcar figuras y verbos, las usaría como balines para tirar al blanco y por último las colgaría de un globo para que se fueran a conocer el mundo...
¿Cómo diablos había hecho para escribir antes? ¿Cómo se había arrancado, cual mono saraguate, las garrapatas del alma y las había plasmado en un papel? A veces se preguntaba si era él realmente quien había escrito todos esos libros, poemas y dramas, si no había sido alguna especie de canalización kardequiana. Qui-zá escribir era como besar demasiado a una mujer, como recorrer todos los días una sola vereda, como beber el mismo vino todas las tardes... te chupabas como chile guaque... quizá escribir era dejar que una mariposa te besara los ojos y te dejara ciego...
Llevaba ya una semana en el lago, una semana de no ser nadie en el país de la nada, una semana tratando de olvidar que se levantaba y se acostaba exudando aburrimiento, una semana intentando escapar de la inercia, la astenia y la misantropía y descubriendo que, al igual que allá en París, Madrid o Londres, huir de la realidad era como huir de la Llorona, entre más se alejaba uno de sus lamentos, más cerca se encontraba de ella.
El lago más bello del mundo. Él mismo había acuñado la frase, cuando trabajaba creando eslóganes y titulares de noticias, cuando nadie creía que fuera a labrar-se un nombre con la pluma, menos aún una vida, cuando escribir no sólo era inútil, sino suicida.
La bocina de la embarcación anunció la llegada al muelle. El viejo se volvió a verla. Una veintena de turistas. Rubios y jóvenes todos. Con suerte encontraría algún francés, belga o hasta algún ruso con quien cruzar cuatro palabras. Le llamó la atención un joven de anteojos, tocado con una gorra de aviador que mal contenía sus largos cabellos y gruesas patillas, quien pintaba a la tinta a una mujer de aspecto enfermizo que fingía leer un libro; notó la escena porque el chico se inclinaba peli-grosamente sobre la borda para lavar el pincel en el lago. La lancha se detuvo y los pasajeros descendieron; los jóvenes, de muchas nacionalidades, lucían todos igual, con camisas y pantalones ajustados y cabellos largos, ellos y ellas. El artista se quedó atrás, terminando un dibujo de la lancha. La mujer, de cabellos crespos y largos partidos al medio sobre la cara y anteojos oscuros que le cubrían casi todo el rostro, se mantenía cerca del joven, como si lo protegiera; dedujo que forma-ban pareja. Escritor al fin, aunque jubilado, era un profundo observador y conocedor de la naturaleza humana; cual fotógrafo ambulante captaba una primera impre-sión de las personas para, después, en sus escritos, perfilarlas detalladamente como pintor al óleo; supo que la gorra ridícula de él y los largos cabellos de ella ocul-taban a dos enamorados en plena luna de miel, aunque no con sus respectivos y legítimos cónyuges.
El viejo se acercó al joven para observar su trabajo. Todo aquel que le hubiese robado tiempo a la vida para aprender a crear y después seguía robándole minutos para cantar, escribir o pintar le infundía un profundo respeto y una honesta admiración. Eso explicaba en gran parte por qué ahora se odiaba y des-preciaba. Él ya no le robaba minutos a la existencia para escribir. Era la vida la que le robaba el tiempo a él.
*ADOLFO ESCOBAR HERNÁNDEZ es el premio de la segunda edición del concurso Mario Monteforte Toledo de Cuento Corto. Este fragmento pertenece a Duelo en el paraíso, con la cual ganó el certamen. La obra, que será publicada próximamente, fue presentada el jueves pasado por la Fundación Mario Monteforte Toledo.
Ilustración: Alejandro Azurdia aazurdia@sigloxxi.com
domingo, 31 de enero de 2010
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