domingo, 22 de noviembre de 2009

Stan en Parral

Paco Ignacio Taibo II*
El 19 de julio de 1923, hacia las cinco y media de la tarde, el hombre avanzó sobre el puente internacional que separaba El Paso (Texas) de Ciudad Juárez (Chihuahua). Estaba haciendo calor.
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Cuatro carretas que transportaban alambre de púas hacia México habían llenado el aire de tierra suelta. El aduanero mexicano, desde la garita, contempló superficialmente al hombre flaco vestido de gris, con un bombín negro y una astrosa maleta de cuero, que avanzaba hacia él. No le dio ninguna importancia y volvió a sumergirse en el volumen de poemas de Rubén Darío, que leía concienzudamente. Estaba tratando de aprenderse un poema, para recitártelo tendido entre almohadones a una puta francesa que frecuentaba y que gustaba de esas cosas.

El flaco desgarbado, caminando entre nubes de algodón, llegó hasta el escritorio del aduanero mexicano y depositó su maleta sobre el mostrador con suavidad, como no queriendo meterse en la vida de nadie, quizá ni en la propia. El aduanero levantó la cabeza llena de flores ‘de acanto y pájaros de plumas fulgurantes y observó con cuidado al gringo. El rostro resultaba conocido. ¿Alguien que pasaba la frontera con frecuencia? ¿Un vendedor? No, no era eso. Cara extremadamente pálida, orejas separadas, boca que pedía a gritos una sonrisa que no salía, ojos pequeños y azorados. Daban ganas de protegerlo, de invitarlo a recitar poesías a dúo. El gringo flaco ni siquiera contempló al funcionario mexicano que lo revisaba con la mirada. El aduanero pasó a su vertiente profesional y abrió la maleta: ocho botellas de ginebra holandesa prolijamente acomodadas; nada más. Ni siquiera un par de calcetines o unos calzoncillos. El pinche gringo loco este se iba a matar de un pedo. ¿Por qué no se lo ponía en su tierra el muy culero? Pero no pudo terminar de organizar un enfado nacionalista. El gringo era un colega en mal de amores, decidió. Otro güey al que traía pendejo su vieja. Y sintió crecer en su interior una amplia y desbordante solidaridad. Cerró la maleta y marcó con una tiza blanca la señal de paso libre. El gringo, maleta en mano, entró en México sin haber pronunciado una sola palabra. El aduanero lo vio alejarse por las polvorientas calles de Ciudad Juárez y, cuando iba a sumergirse en su libro, recordó por qué le era familiar la cara del flaco orejón y hasta le vino el nombre a la cabeza: Stan Laurel, uno que salía en las películas que pasaban en el cine Trinidad, un comediante. Lo siguió con la vista, perdiéndolo en una esquina.

Stan vagó por la ciudad erráticamente, cesando el vagabundeo al tropezarse de frente con la estación del ferrocarril.
—¿Adónde? —preguntó el vendedor de boletos. —South, anywhere.
—¿Qué tan al sur lo quiere, amigo?
Stan alzó los hombros.
—¿Parral le gusta, caballero?
Stan alzó nuevamente los hombros.
—Sale a las ocho de la noche y llega a las siete de la mañana, es un mercancías con dos vagones de pasajeros.

Un instante más tarde Stan se dejó caer, con su boleto en la mano, en una banca de metal pintada de verde en las afueras de la estación de Ciudad Juárez y se quedó mirando a los estibadores y a los vendedores dulces, y de vez en cuando miró hacia dentro de sí mismo.

Sumó algunas verdades muy evidentes: las cosas Mae no podían seguir así. Se estaban destruyendo. Con calma, como si en esto de destruirse ninguno tuviera la menor prisa. Se hacían heridas y hurgaban en la carne abierta con un palillo, un tenedor, un cuchillo ovina, según la hora y el humor; había momentos ;que ya no lo hacían con furia, simplemente con curiosidad, como averiguando los límites del sufrimientos límites del aburrimiento. Mae tenía sus motivos. Pensaba que la esta-bas tirando por la borda, dejándola a un lado para seguir tu carrera. Veinticinco películas de ello en un solo año. Después de tantos amaneceres huyendo de conserjes de hoteles que reclamaban el pago, estómagos vacíos como los teatros donde actuaban, borracheras tristes. Y ahora cada cual a su suerte. Pero no era eso. John tenía razón. Ella era una actriz de carácter, no una comediante, y no podías seguir empujándola por tu camino; ella tenía que encontrar el suyo, o los dos se iban a hundir, volver de nuevo a giras teatrales en pueblos perdidos del medio oeste.

Stan llora. No sabe si es por el polvo que flota en el are o por Mae Dahlberg, esa mujer de la que está y no está enamorado, cantante, bailarina, trapecista de circo, australiana, con la que se casó hace cuatro años en Nueva York.

A las siete y media de la mañana del día 20 de julio de 1923, Stan Laurel cruzó la Plaza Juárez de Parral y entró en el Hotel Neptuno. Consiguió por dos pesos una habitación que normalmente costaba 1.20. Entró al cuarto: una cama con cabecera de hierro, un escritorio minúsculo contra la ventana, una alfombra raída en el suelo. Colocó su maleta sobre el escritorio y la abrió.

El sol entraba por la ventana. Tomó las botellas de bols y las dispuso en una fila ordenada. Abrió la primera. Bajo la ventana un hombre se secaba el sudor con un paliacate, una y otra vez. Era un extraño gesto, más bien una señal. Stan llevó la botella a los labios y de un solo trago se bebió la cuarta parte del contenido. Sacu-dió la cabeza, carraspeó. Un reflejo metálico del sol a unos cien metros lo distrajo. Observó con cuidado. La calle que pasaba frente al hotel terminaba en dos casas apoyadas contra el río. De ahí venía el reflejo. ¿Un fusil? Varios. Había hombres armados en las ventanas de esas casas. ¿Qué estaba pasando?

Un automóvil dodge brothers en el que viajaban siete hombres pasó ante la puerta del hotel. La señal del hombre del paliacate rojo fue vista por los nueve embos-cados que se encontraban cubiertos tras las puertas y ventanas de las casas números 7 y 9 de la calle Gabino Barreda. Los hombres estaban armados con rifles 30-30, 30-40, winchesters automáticos y con pistolas calibre 45. Cuando el auto llegó a unos 20 metros del par de casitas, puertas y ventanas se abrieron y comenzó a llover plomo. La primera descarga de balas explosivas destrozó el parabrisas y mató instantáneamente a Rosalío, que había venido viajando colgado en el exterior, con los pies en el estribo, y cayó fuera del automóvil; el coronel Trillo, que iba sentado al lado del chofer, se retorció horriblemente y quedó con el cuerpo apoyado sobre la ventana, las manos apuntando al suelo. Los emboscados seguían disparando sus rifles. El chofer, herido por múltiples balazos, soltó el volante y el automó-vil fue a estrellarse contra un árbol a escasos metros de la casa desde la que hacían fuego. Cuando los emboscados agotaron las municiones de los rifles, continua-ron con sus pistolas. Desde el asiento trasero del automóvil se les respondió tímidamente. Uno de los hombres que disparaba desde la casa cayó muerto, desli-zándose por una de las ventanas. Del coche salieron dos de los pasajeros tratando de huir en medio de una granizada de balas. Ambos iban heridos, uno fallecería una semana más tarde, el otro perdería el brazo.

En menos de un minuto, sobre el dodge brothers con placas de Chihuahua habían sido disparados 200 tiros. De repente, el silencio. Nadie se movió en el in-terior del carro. Tres de los emboscados se acercaron y descargaron sus automáticas sobre los cuerpos inertes. Los asesinos, sin prisa, a rostro descubierto, sacaron de los patios de las casas sus caballos y montaron. Un hombre se acercó y les entregó 300 pesos por cabeza.

Abandonaron Parral al trote, tranquilamente. Stan, desde la ventana, los contempló irse con los ojos inmensamente abiertos y enrojecidos. No pudo moverse. Una de sus manos trataba de llegar al cuello de la botella. Un niño corrió hacia el automóvil y contempló a los muertos.
—¡Mataron a Pancho Villa! — gritó. El grito rompió el embrujo y Stan pudo llevarse a los labios la ginebra. Bebió hasta vaciar la botella. Eran las ocho y dos minutos de la mañana del 20 de julio de 1923.

ESTE ES EL PRIMER CAPÍTULO DE CUATRO MANOS, NOVELA DE PACO IGNACIO TAIBO II. LA OBRA FORMA PARTE DE LA COLECCIÓN VERTICALES DE BOLSILLO, DE GRUPO EDITORIAL NORMA, DISPONIBLE EN LAS PRINCIPALES LIBRERÍAS.

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