domingo, 4 de octubre de 2009

El silencio de Galileo*

Luis López Nieves
A: Dr. Roland de Luziers

De: Dra. Ysabeau de Vassy

Asunto: Madame Livia

Fecha: 23 de mayo de 2007

Mon petit Roland:
Ayer, 22 de mayo, me recogió en el aeropuerto mi amiga Vinzia Luzzati, profesora de la Universidad de Pisa. Me llevó directamente a la casa de madame Livia Galilei, adonde llegamos a las 1300.
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La sirvienta nos hizo esperar en la puerta de la casa. A los pocos minutos llegó madame Livia. Tiene ochenta y seis años, pero su mente está lúcida.

Es pequeña, delgada, de ojos grises muy grandes. El pelo blanco lo lleva suelto sobre los hombros, lo cual le da un extraño aire juvenil. Su porte y hablar son los de una aristócrata.

En el aura de madame Livia hay un no sé qué que transmite la presencia de Galileo... y es evidente que ella lo sabe: en su hablar se nota el orgullo de ser la descendiente directa de uno de los hombres más célebres de todos los tiempos.

Tan pronto me presenté, madame Livia miró a Vinzia de pies a cabeza y me dijo:

—Accedí a reunirme sólo con usted. Regrese mañana, sola.

Le aclaré a madame Livia que Vinzia era una amiga de confianza y que también era historiadora, pero madame sonrió con amabilidad, nos dio la espalda y entró a la casa. La asistenta también sonrió antes de cerrarnos la puerta en la cara.

Hoy madame Livia me recibió a las 0800. Vive en una hermosa casa de piedra ubicada en el centro de la ciudad. Aunque la mansión se construyó en el siglo XII, es evidente que la acaban de restaurar porque está en condiciones excelentes.

Las puertas, las ventanas y los balaustres son todos nuevos; la casa está recién pintada de color ocre claro; las piedras del exterior, también de color tierra, han sido lavadas a presión y están tan limpias como el día en que se colocaron por primera vez. Al palparlas con la mano, se sienten un poco ásperas, como papel de lija suave.

Desde afuera la casa da la impresión de ser un pequeño castillo porque tiene una torre en el centro y troneras en el techo. Al traspasar la puerta se entra a una antesala grande, clara, fresca; un poco más adelante, de frente, comienza una majestuosa escalera de mármol que lleva al segundo y al tercer piso.

Es difícil definir este hábitat: puede ser casa, mansión, palacio o castillo. Allí se respira un aire marcial tan intenso que no me sorprendería descubrir que el sótano está repleto de calabozos y polvorines de la Edad Media. Pero no bajé al sótano, así que sólo puedo especular.

La criada abrió la puerta y me llevó a un gran salón acortinado y alfombrado: madame Livia, quien me esperaba sentada en un elegante sofá Luis XIV, con un gesto de la mano me invitó a sentarme frente a ella en uno de los sillones Luis XIV más bellos que he visto en mi vida.

Detrás de madame Livia, en la pared, colgaba un magnífico tapiz medieval, enorme, cosido con una particular combinación de hilos verdes y plateados.

Muy simpática, madame no comentó el incidente de ayer con Vinzia. Le pidió a la criada que me sirviera té, que colocara a mi lado una bandeja de galletitas y que nos dejara solas. Mientras la sirvienta vertía el líquido caliente en mi taza, madame Livia se limitó a sonreír y a estudiarme de arriba abajo. Su mirada era elegante y astuta.

Tan pronto la empleada salió del salón y cerró la puerta, madame comenzó a interrogarme. Parece que la madre de Nolfo le habló sobre mí en detalle, y tal vez le regaló ejemplares de mis libros, porque con sus preguntas demostró estar muy al tanto de mis intereses profesionales. Más que preguntarme, lo que hizo fue confirmar datos y aclarar dudas.

Indagó sobre mis credenciales y experiencia profesional, mis publicaciones, mis viajes, mis ideas políticas y mi vida personal. Nunca inquiría sobre algo que no sabía, sino que confirmaba. Me preguntaba, por ejemplo: “¿Vives sola, verdad?”, y yo le contestaba que sí. Luego afirmaba: “Tu primer libro fue sobre le chevalier Louis de Jaucourt, ¿verdad?”

Y yo volvía a responder que sí. A pesar de que fue un interrogatorio duro, que por momentos amenazó con invadir mi intimidad, en realidad no me sentí incómoda. Le cobré afecto inmediato a madame Livia. Muchas de sus preguntas se parecían a las que hace mi madre por teléfono.

En fin, después de una hora de intenso escrutinio, creo que de pronto madame quedó satisfecha. Se arrellanó cómodamente en el sofá y apoyó el codo derecho sobre el brazo del mueble:
—¿Usted quería preguntarme sobre mi antepasado? —dijo con una sonrisa—.

Le confieso que antes de acceder he indagado sobre usted. Nunca le he concedido una entrevista a una desconocida, ¿lo sabía? Nunca jamás, y tengo ochenta y seis años de edad. Le he abierto las puertas de mi casa porque admiro su trabajo. Y ahora que la conozco en persona, debo añadir que me inspira confianza. Pero obviamente no es la razón principal.

Le confieso que existe un motivo muy poderoso para sentarme con usted hoy. Pero no se lo diré todavía. Comencemos con sus preguntas.

Fui al grano y le pregunté si tenía evidencia de su parentesco con Galileo. La pregunta la tomó por sorpresa. Tras una pausa no muy larga, respondió que ella nunca había tenido que probarle su linaje a nadie, porque todos en Pisa e Italia la conocen.

Tras otra pausa, durante la que parecía tratar de recordar algo, añadió que, de ser necesario, sin dudas podría encontrar en los archivos de la mansión muchísimos documentos para probar su relación con Galileo, pero admitió que nunca los había buscado.

—Pero, madame —dije—, soy historiadora. Le suplico que me perdone, pero no basta con que usted me diga que desciende de Galileo. Necesito evidencia concreta. Usted comprende, ¿no?

Tras otra pausa, esta vez bastante larga, me dijo que en su casa existía el archivo más antiguo y completo sobre Galileo, y que todos los documentos eran originales. D

urante siglos profesores de todo el mundo le han pedido a su familia permiso para estudiar los archivos, pero nunca ha sido concedido. Añadió que más adelante, si lo creía necesario, me daría a mí, y sólo a mí, acceso libre incluso a los archivos personales de Galileo. Pero que todavía no había llegado el momento.

—¿Cómo, madame? —exclamé sorprendida—. ¿Se trata de los archivos de Galileo o de la familia?
—Ambos —respondió con naturalidad—. Galileo vivió en el sótano de esta casa cuando joven y luego volvió muchas veces durante su vida, pero en secreto.

Aquí tuvo su laboratorio. Vivía en otros lugares, con su familia, pero siempre se guardó el sótano de esta casa para venir cuando necesitaba estar solo, lejos de la corte de Venecia y de los ojos de los espías. Aquí hizo su trabajo más importante.

Al morir, la familia adquirió la casa completa y cada generación la ha ido ampliando; todo menos el sótano, que nunca hemos tocado.

Por unos segundos me quedé sin aliento; para que madame no se diera cuenta de mi consternación me viré en la silla, agarré la taza de té que estaba en la mesa y bebí un sorbo. Había venido a esta casa pensando que tal vez esta anciana me relataría algunas historias que desde hace 400 años cuenta su familia sobre Galileo.

No esperaba mucho más. Pero acababa de enterarme de que en el sótano estaba el laboratorio del gran Galileo, con sus papeles y anotaciones. Aunque mi área de especialidad es el siglo XVIII francés, y no el siglo XVII italiano, de todos modos me sentí eufórica al comprender la riqueza histórica del tesoro que madame Livia me estaba casi prometiendo.

¡Tener en mis manos, por primera vez en la historia, los documentos personales de Galileo! Sentí que me ruborizaba.

*ESTE ES UN FRAGMENTO DE EL SILENCIO DE GALILEO, LA NOVELA MÁS RECIENTE DE LUIS LÓPEZ NIEVES (PUERTO RICO, 1950), EDITADA EN LA COLECCIÓN LA OTRA ORILLA DE LA EDITORIAL NORMA.

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