domingo, 18 de octubre de 2009

El poder de la euforia*

Eduardo Halfon
Lleno de miedo Seymour corrió a encerrarse en su cuarto, y echó llave. Se fue a sentar en la alfombra. Sacó de su mochila el sobre amarillo y, aún bien sellado, empezó a examinarlo. Era igualito. El mismo color y tamaño, las mismas letras mayúsculas en marcador negro.
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Recordó los gritos de sus padres después de entregarles el último sobre amarillo que habían mandado de su colegio. Pensó romper éste, acaso triturarlo en pedacitos que podría repartir en todos los basureros de la casa.

Sus padres jamás se enterarían. Pensó en su primo Ignacio que, tras varias oportunidades, había sido enviado a una escuela militar en Estados Unidos. Y sintió un dolor intenso en la garganta.

Dejó el sobre tirado en el suelo, caminó hacia la estantería y en voz alta, una por una, empezó a despedirse de sus cosas. Se despidió de su guante de primera base. Se despidió de sus rompecabezas, los enmarcados y los que seguían en cajas.

Se despidió de su patineta azul, de un largo dragón de peluche, de su colección de canicas y coyolas, de la pequeña harmónica que le había regalado su abuelo con la promesa, aún incumplida, de enseñarle a tocar.

—¿Seymour, con quién hablas?

Brincó de regreso y escondió el sobre amarillo en su mochila.

—¿Por qué estás con llave? —preguntó su mamá agitada—. Hijo, abre la puerta en este instante.

Masticándose una uña, Seymour caminó hacia la puerta y quitó llave y luego se fue a sentar en la orilla de la cama. Se despidió de sus sábanas del Capitán América.

—¿Pero qué pasa? —preguntó su mamá al abrir.

—Nada.

—¿Con quién hablabas?

—Con nadie.

Seymour observó a su mamá colocando todo de vuelta, ordenando nuevamente la estantería.

—¿Y esa cara, hijo?

—No sé —susurró, aunque casi no le salen las palabras.

—¿Vienes con hambre? ¿Te preparo un sándwich de queso?

Su mamá llegó a sentarse a su lado. Le puso una mano fría sobre la frente.

—¿No tendrás algo?

Sintió la mano de su mamá acariciándole el pelo.

—¿Hijo?

Seymour suspiró y se le ocurrió que sería mejor así, solitos ellos dos, antes de que llegara su papá del trabajo. Se hincó en la alfombra. Sacó de su mochila el sobre amarillo y se lo entregó hacia arriba.

—¿Qué es esto? —dijo—. ¿Otro más, Seymour?

Él alzó los hombros, despidiéndose de la alfombra con suaves roces y viendo cómo su mamá abría de inmediato el sobre, sacaba un papel blanco y se ponía a leer.

—¡Hijo!

Seymour no esperaba verla sonreír.

—Dice aquí que tus calificaciones han subido notablemente.

Tenía ella los ojos bien abiertos, la mirada encendida. Volvió a leer la carta en silencio, como para estar segura, y después añadió:

—Notablemente, Seymour.

Su mamá se puso de pie, lo levantó del suelo y lo abrazó.

—¡Ahora mismo llamo a tu padre! —dijo y salió rápido del cuarto.

Sonriendo, Seymour se giró hacia la estantería. Todo allí le pareció ahora diferente. Más nuevo. Más suyo. Se sentía feliz. Bailó un poquito y brincó un par de veces y también salió corriendo del cuarto. Bajó las gradas en tres grandes brincos y siguió corriendo por la sala y la cocina.

Empujó una puerta y finalmente llegó al jardín. Se columpió hasta aburrirse. Lanzó su búmeran de madera. Orinó sobre una carita alegre que había dibujado en el arenero. Pateó su pelota de futbol hacia ningún lado, de allí la pateó hacia unas bolsas de plástico transparente llenas de ripio y hojas secas, de allí la pateó hacia unos matorrales.

Corrió atrás de ella. Hizo a un lado el verdor y entró un poco y notó de reojo que algo se movía sobre la tierra. Bajó la mirada. Era un enorme sapo negro. Lo guió con el pie, dándole pequeños empujones para que el sapo brincara, hasta que los dos salieron de los matorrales. Seymour se hincó. Lo puyó con el dedo pero el sapo se quedó inmóvil y tieso sobre la grama.

Seymour se puso de pie y salió corriendo hacia las bolsas de plástico. Cogió una, vertió todo su contenido hacia el suelo y corrió de vuelta. El sapo negro seguía en el mismo sitio, exactamente en la misma posición. Seymour trató de recogerlo pero pesaba demasiado y se le resbaló de la mano.

Colocó la bolsa abierta justo enfrente del sapo y con el pie lo fue empujando hacia adentro. Luego se enderezó y levantó la bolsa hacia la luz y vio al enorme sapo tratando de treparse por uno de los costados, manchando de baba el plástico transparente. Seymour entonces le hizo un nudo doble a la bolsa. Se cuadró. Empezó a lanzarla enérgicamente contra la pared de cemento.

*ESTE ES UNO DE LOS RELATOS INCLUIDOS EN CLASES DE DIBUJO, DE EDUARDO HALFON. PUBLICADO POR AMG EDITORES, EL LIBRO GANÓ EL PREMIO BODEGAS OLARRA & CAFÉ BRETÓN, EN ESPAÑA, EL AÑO PASADO.

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