domingo, 11 de octubre de 2009

Aquella final*

Godo de Medeiros
A José Alberto González Ruiz

A Montepeque le dije, en la entrada a camerinos, que Jose iba a llegar, y que por él hiciera lo posible por anotar y ganar la Copa. Me preguntó si ya esta-ba en la tribuna. Le respondí que no tardaría en llegar. Miguel nos había dicho que sólo si llovía no lo llevaría, pues no era recomendable exponer al frío y a la lluvia a un niño de cinco años de edad.
Seguir leyendo...

Todo el mundo sabe que Jose es fundamental en nuestro grupo. Somos una pequeña barra de ocho personas de ciertas edades. Desde hace treinta años (perdóneseme si exagero) nos reunimos en el estadio para apoyar al equipo.

No faltamos a ningún partido, salvo que alguno de nosotros esté muy enfermo o tenga que trabajar, como en el caso del Chato, que debe viajar constantemente para entregar las cartas que nunca distribuyó el correo estatal. Son cartas escritas hará unos sesenta o cincuenta años.

Marvin me había llamado al teléfono celular a las 17:30 para informarme que no llegaría sino una hora después (cuando ya el partido hubiese comen-zado). Me encargó que cuidara del Tío, el “viejito” del grupo, porque le podía fallar el corazón si nos anotaban un gol en los primeros minutos.

Frank también me llamó para informarme que el tránsito vehicular estaba congestionado y que demoraría media hora por lo menos. En ese momento, las 17:45, comenzó a llover. Faltaban 15 minutos para que comenzara el partido. Miguelito llegó cuando faltaban sólo cinco. De modo que entramos Tío, Miguelito y yo. Nunca nuestra barra había ingresado mermada en la tribuna. Pero los eventos de lado: congestionamiento vehicular (ya se sabe, era la final) y la lluvia.

Los equipos se pararon en la cancha. Antes de que el árbitro pitara el inicio del partido, intenté hablar con Miguel para preguntarle si traía a Jose. Aca-so por la lluvia, los celulares no funcionaron.

—Lástima grande que no esté Jose con nosotros en el comienzo —me dijo Tío.
—Sí— le comenté—, sin Jose el ambiente es otra cosa.
Montepeque era nuestra carta ganadora. No había razón para no soñar con la Copa. Y Jose tenía que verla.

Miguelito intentó decirnos algo, pero siguió callado, como era habitual en él. Era el que menos hablaba, pero cuando el equipo anotaba, se volvía otro: saltaba y se transformaba en un niño, como Jose, como todos nosotros, porque en los paridos, eso éramos cabalmente: Niños. Nos olvidábamos de nuestros problemas, de nuestras derrotas, de la violencia y de la pobreza que tenían al país al borde de otra guerra.
Habíamos crecido en los barrios marginales de la ciudad, y en esos barrios habíamos aprendido a jugar al futbol, bajo la dirección técnica de Tío.

Él nos enseñó a patear correctamente la pelota, a darlo todo en cada partido, a no dejarnos vencer hasta el último minuto. El equipo que teníamos pu-do haber clasificado a Liga Nacional, pero por un ingrato incidente, que no viene al caso mencionar ahora, nos descalificaron y perdimos incluso el derecho a jugar de por vida. Probablemente no hubiésemos accedido a una final de Copa, pero no cabe duda de que habríamos dado de qué hablar, pues no sólo teníamos buena técnica, sino además mucho coraje y determinación.

En esos recuerdos divagaba yo cuando cayó el primer gol. Quién otro sino Montepeque haría “estallar” los graderíos del estadio (que casi no se dio abasto para la cantidad de gente que llegó a apoyar al equipo). Un centro por izquierda, cabezazo y gol. Nuestra dicha se desbordó. El Tío gritaba vivas a “todo pulmón”, y Miguelito saltaba por encima, incluso, de los aficionados de mayor estatura.

—Mi querido Jose —vociferé—, ¿por qué no estás entre nosotros?
—Ojalá esté por ahí entre el público —gritó el Tío.

Teníamos la secreta esperanza de que, debido a las decenas de miles de aficionados, Miguel no hubiera podido encontrarnos y habría optado por lle-var a Jose al palco o a los balcones de prensa. Esa idea me regocijó. Era lógico pensar que no iba Miguel a exponer a Jose a las condiciones climatoló-gicas de aquel momento. Me aferré a esa posibilidad y, cuando algunos pasajes del juego lo permitieron, traté de buscar el rostro de Jose entre la multitud. Intenté llamar a Miguel, luna y otra vez, pero las líneas telefónicas no funcionaron.

Estará de más decirlo, pero a Jose lo hemos querido tanto, porque, entre otras cosas, nos infunde un valor a la vida extraordinario. En él se reivindican, de alguna manera, nuestro coraje y nuestra determinación de aquellos años. Los años de los sueños, del ímpetu y del amor a lo que hacíamos.

Remate en el área contraria, rebote hacia la media luna y zurdazo de Gallardo con pique en tierra. Era el 2-0. El Tío me abrazó, y en sus mejillas roda-ron las primeras lágrimas. A nuestras espaldas, de pie, estaba Marvin. Hasta ese momento lo vimos. Frank había logrado un asiento en las gradas de en medio en la tribuna, y pudimos verlo, por mera casualidad, porque se había encaramado en la espalda de otro aficionado de la fila de abajo. Ya estába-mos por lo menos cinco de la barra y era muy posible que Miguel y Jose estuvieran también por ahí. El Chato, ya lo sabíamos, no llegaría esta vez. Se hallaba en Cabricán, entregando una carta con matasellos de agosto de 1949.

La lluvia cesó, y, en el segundo tiempo, las cosas no pudieron ir mejor para el equipo. Un centro prolongado, a 15 minutos del final, y de nuevo Montepe-que se encarga de llevar hasta el delirio a la afición. Baja la pelota con el empeine, conduce con borde externo con la derecha, amaga, y deja sentado en el área a un zaguero. Enseguida remata a media altura, con la misma pierna derecha, para vencer al guardameta. El 3-0 era ya suficiente.

El equipo estaba dominando y con ese marcador teníamos la Copa en los bolsillos. Jose estará feliz, pensé, y creí verlo, a lo lejos, en el balcón de prensa del ala sur de la tribuna. Me alegré por él, porque estaba presenciando, por primera vez en su vida, una gran final. Hacía poco más de tres lustros que nuestro equipo no ganaba el Torneo de Copa, llamado ahora Copa Centenario, y ahora Jose estaba viendo una hazaña memorable.

En el último minuto del tiempo reglamentario, la afición pasó del delirio ciego a la locura plena: Trigueros anotaba el 4-0 definitivo. Ganamos la Copa Centenario, con un marcador irrefutable. Gozamos de un excelente partido de futbol; reímos, gritamos, saltamos y lloramos incluso.

Miguel y Jose, lo supimos más tarde, no pudieron llegar al estadio, por la lluvia.
Algún día les contaremos los detalles de aquella final.

Guatemala, mayo 22 de 2009.

*ESTE ES UNO DE LOS RELATOS INCLUIDOS EN LOS AUSENTES (2009), DEL ESCRITOR GODO DE MEDEIROS.

0 comentarios: