—¿Reconocéis esto? —la cara de don Esteban se descompuso, no daba crédito a lo que observaba—. Sí, es la cruz maldita. Yo la traje desde Andalucía, del con-vento carmonense donde la escondió Mercedes, la esposa de don Íñigo. Desde que la saqué del relicario ha sido como un carbón encendido en mis manos y ahora al fin vuelve a los Alcántara —don Esteban comenzó a temblar y la cruz relucía en todo su esplendor en las manos del portugués—. Yo la llevaba conmigo cuando su hijo fue muerto. Seguir leyendo.
domingo, 18 de abril de 2010
El sátiro, la maldición y la cruz
Miguel Vargas Corzantes
—¿Reconocéis esto? —la cara de don Esteban se descompuso, no daba crédito a lo que observaba—. Sí, es la cruz maldita. Yo la traje desde Andalucía, del con-vento carmonense donde la escondió Mercedes, la esposa de don Íñigo. Desde que la saqué del relicario ha sido como un carbón encendido en mis manos y ahora al fin vuelve a los Alcántara —don Esteban comenzó a temblar y la cruz relucía en todo su esplendor en las manos del portugués—. Yo la llevaba conmigo cuando su hijo fue muerto. Seguir leyendo.
—¿Reconocéis esto? —la cara de don Esteban se descompuso, no daba crédito a lo que observaba—. Sí, es la cruz maldita. Yo la traje desde Andalucía, del con-vento carmonense donde la escondió Mercedes, la esposa de don Íñigo. Desde que la saqué del relicario ha sido como un carbón encendido en mis manos y ahora al fin vuelve a los Alcántara —don Esteban comenzó a temblar y la cruz relucía en todo su esplendor en las manos del portugués—. Yo la llevaba conmigo cuando su hijo fue muerto. Seguir leyendo.
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