Estamos uno frente al otro en el compartimento de un tren; casi no podemos vernos: es una noche sin luna y la cortina del pasillo está cerrada. Un guardia permanece afuera. Se podría pensar que estamos dentro de una burbuja: así es, y apesta a muerte.—¿Por qué tanta maldita ética? —le digo.
El sudor le corre por la cara. El tren no se mueve. Toma un pañuelo del bolsillo trasero y se seca la mejilla. Con poca convicción dice: —Alguien debe tenerla.
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