Matthew Pearl*
Boston, el mismo día de 1870
Los trabajadores maldecían al alcalde de Boston y el calor del verano y al gobernador de Massachusetts y a los negros libres. Y, por supuesto, maldecían los barcos. Los negros liberados maldecían lo mismo, pero incluían a los irlandeses en sus epítetos.
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En otros meses algunos estibadores cantaban. Pero en verano maldecían.
—¡Que se vaya al infierno el dinero! —dijo uno de los trabajadores. Pero no especificó si lo que maldecía eran sus propios y escasos emolumentos o el dinero que forraba los bolsillos de los tipos ricos con caras abotargadas cuyas pertenencias cargaban.
Un segundo trabajador añadió:
—¡Maldito sea todo el dinero! ¡Que se lo lleve el diablo! —ante esto, los demás lanzaron tres hurras al unísono.
No habían notado la presencia de un gran forastero que recorría el muelle con un palillo de dientes de marfil colgando de los labios. Sus ojos oscuros permanecían fijos al frente atravesando el pasillo formado por estibadores y vagones de tren.
—¡Oigan! —exclamó a la pandilla de trabajadores irlandeses, aunque no logró atraer su atención. Entonces levantó su bastón dorado.
Con eso fue suficiente.
En la empuñadura del bastón se veía un exótico y feo ídolo dorado, la cabeza de una bestia con un cuerno surgiendo en medio de la frente, una horrible boca abierta y chispas de fuego brotando de la lengua. Era difícil dejar de mirarla. No sólo debido a su fealdad, sino también por el contraste que hacía con la propia boca del forastero, prácticamente oculta bajo un bigote que le llegaba de oreja a oreja. Los labios del hombre apenas se abrieron cuando habló.
—Estoy —dijo el desconocido dirigiéndose a los estibadores— buscando a un muchacho. ¿Lo han visto? Va vestido con un traje grueso y lleva un fajo de papeles.
De hecho, los estibadores habían visto pasar unos minutos antes a un muchacho que se ajustaba a la descripción. El joven se había detenido junto a un barril dado la vuelta situado enfrente de la fábrica de sal. Con sólo ver el grueso traje que llevaba el chico aumentaba la sensación de calor. Después de recobrar la compostura con aire cohibido, había sacado de debajo del barril un fajo de papeles atado con cordel negro y cruzado con paso inseguro entre el grupo de trabajadores. Por supuesto, lo habían cubierto de maldiciones.
—Bueno
—dijo el forastero al adivinar la verdad en los ojos de los hombres—, ¿hacia dónde fue?
Los cuatro estibadores intercambiaron miradas evasivas. No tanto ante su pregunta como por su acento marcadamente inglés, además de su piel marrón apergaminada.
Bajo su sombrero asomaba un turbante de algodón color chocolate. Vestía una prenda tipo túnica que le llegaba hasta las rodillas de sus pantalones de seda y un cordón de lana le ajustaba la cintura.
—¿Es usted un hindú o algo así? —preguntó por fin un trabajador delgado y fibroso.
El atezado forastero hizo una pausa y tomó aire profundamente. Volvió sólo los ojos hacia el trabajador que había planteado la pregunta. Con una inesperada fiereza dirigió una estocada con el bastón al cuello del sujeto y su cuerpo se desplomó en el suelo. Sus compañeros acudieron rápidamente en su ayuda, pero una sola mirada del agresor detuvo a los aspirantes a rescatadores.
La grotesca cabeza tenía unos colmillos retorcidos y afilados. En aquel momento se encontraban clavados en la suave carne de la yugular del postrado trabajador. Una fina gota de sangre descendía temblorosa por su nuez.
—Mírame. Ahora, mírame a los ojos —le dijo el desconocido a su víctima—. Me vas a decir por dónde viste marcharse al muchacho o te arranco esa lengua dublinesa a través del cuello y que sea lo que Dios quiera.
Temiendo que los colmillos se clavaran más profundamente en su cuello, el estibador caído respondió con un gesto casi imperceptible. Levantó un brazo y señaló con un dedo tembloroso en la dirección que había tomado el joven y cerró los ojos, temeroso.
—Buen chico, mi joven Paddy —dijo el desconocido. No era de extrañar que el trabajador irlandés cerrara los ojos. Los dientes y los labios del forastero vistos desde su poco ventajoso punto de vista estaban teñidos de un llamativo rojo brillante. Como manchados de sangre. Como si aquel hombre acabara de devorar un animal rabioso para desayunar.
Provisto de nueva información, el extraño de ojos oscuros retomó de inmediato su camino por la calle que salía del Long Wharf y conducía al centro de Boston. Allí, justo de frente, esquivando las carretas de frutas y verduras de Faneuil Hall, vislumbró a quien estaba buscando. Era como si un fuerte viento empujara al joven hacia adelante. Su desplazamiento era brutal; sus ojos extraviados, apremiantes; si alguien le hubiera prestado atención le habría parecido que estaba poseído por una misión vital para Boston, vital para el mundo. Lanzaba miradas de preocupación hacia atrás mientras sujetaba fuertemente entre los brazos el paquete con manchas de humedad.
El perseguidor apartaba a empujones a vendedores de pescado y a mendigos por los pasillos de Quincy Market.
—¡ Vasos de cerveza! —gritó un vendedor ambulante antes de que le tiraran al suelo.
Al fondo del mercado, cuando el predador y la presa cruzaban la puerta de salida, la mano inmensa del uno se cerró sobre la manga del otro.
—¡Te vas a arrepentir de haber huido de mí! —rugió tirándole del brazo.
—¡No! —los ojos sinceros del joven se encendieron con un brillo de desafío—. ¡Osgood lo necesita!
El brazo libre del muchacho se alzó como si fuera a golpear a su asaltante, gesto ante el que el hombre descomunal ni siquiera parpadeó. Pero en vez de golpear, el muchacho utilizó la mano libre para agarrar su propia manga y tirar de la tela rasgando el traje por el hombro.
Liberado de las garras del desconocido, el impulso le hizo cruzar la calle dando piruetas hasta la relativa seguridad del otro lado.
Un alarido inhumano combinado con un horrible chasquido. El extraño del ídolo dorado, jadeando desde lo más hondo de su garganta, se bajó el sombrero redondeado sobre los ojos para protegerlos de las nubes de polvo mientras se subía a la acera. Durante un instante no pudo localizar al joven, pero luego vio lo que había pasado. Cuando una multitud de personas se arremolinó, demasiada gente, el observador se alejó lentamente, como si nada de aquello le interesara.
* EL ÚLTIMO DICKENS, DE MATTHEW PEARL (ALFAGUARA) TIENE POR TRAMA EL TRÁFICO DEL OPIO Y LA LITERATURA, EL EFERVESCENTE BOSTON DE FINES DEL SIGLO XIX, EL LONDRES VICTORIANO Y LA INDIA COLONIAL. ESTÁ A LA VENTA EN LAS PRINCIPALES LIBRERÍAS.
domingo, 10 de enero de 2010
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