domingo, 3 de enero de 2010

Treinta y tres ladrillos traídos de Liverpool

Maurice Echeverría*
La lancha (olvidé el nombre, pintado a un costado con letras rojas, torpes, y una segura falta ortográfica) avanza con cierta monotonía imbécil, que contrasta con la grandeza del lago que nos rodea. Procuro capturar los distintos matices, las metálicas tonalidades del agua. Hemos dejado atrás el último pueblo, lo cuál certifica que estamos quizá a unos veinte minutos del chalet.
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En otra embarcación, a lo mejor tardaríamos menos, pero en esta chalupa de mierda… Diré, no obstante, que no importa, que esta monotonía es justamente lo que necesito –lo que necesitaré de ahora, en adelante, siempre.

El lanchero guarda el mismo rostro hierático, incomunicante. Está claro que no sobresale en habilidades sociales. Si es retrasado mental, no lo sé. Pero lleva la lancha de manera no tan incompetente. Es más: hay una cierta gracia en su forma de manejarla. El lanchero es sobre todo indefinible: imposible saber si es cobarde o aventado o loco o cuerdo o bruto o listo o apóstata o evangélico rematado. Es viejo, eso sí. Y muy serio. ¿Mudo? Resulta posible que me haya traído otras veces al chalet, pero soy malo para recordar rostros. De todas maneras, las veces pasadas ya no cuentan. Aquellas veces cuando me ponía bloqueador solar y Rosaura me abrazaba fuerte y no soltaba, y éramos dos rumbo al chalet. Este hiriente cuchillo de su imagen. Esta carroña es su recuerdo.

Traigo conmigo un equipaje sobrio, casi abstracto. Ropa mínima. Un par de libros. Y otros enseres que no vale la pena ni mencionar. Lo único que puede ser catalogado como un lujo: mi colección de viniles de los Beatles. Soy un cuarentón amante de los Bea-tles y qué. Nací el mismo año del Sergeant Pepper. Ya no soy joven. Pero conservo la frase de Lennon: todo el mundo te quiere cuando estás a seis pies bajo tierra. Todo el mundo o al menos los gusanos. Me pregunto cuántas osamentas habrá al fondo de este lago.

Creo que ya aclaré que voy al chalet. Es la primera vez que me dirijo a ese lugar desde que Rosaura murió, hace más de dos años (estará todo lleno de arañas). Entonces íbamos dos fines de semana al mes. Era nuestra casa de campo. Pero ahora he vendido la casa de la ciudad. El chalet será en donde viviré de fijo. No le recomiendo a nadie la muerte de una esposa como Rosaura. Y la forma en que murió... una cosa bíblica. ¡Esas horas de espera, junto a la cama!

Y luego el cementerio. El señor tapiando el nicho, con maestría de albañil consumado, poniendo los ladrillos, ¿cuántos?, ¿treinta?, ¿treinta y tres exactamente? Me hubiera gustado que uno de esos ladrillos fuera un ladrillo del Cavern, el viejo lugar donde tocaban los Beatles, en Liverpool.
Treinta y tres ladrillos traídos de Liverpool.

Rosaura amaba el chalet. Por ella y para ella es que lo compré, al fin. No le recomiendo a nadie la muerte de una esposa como Rosaura. No es la primera vez ni será la última que lo digo. Preferiría tener metida una Glock en el hocico por el resto de la eternidad. Pero está muerta. Es un dato incontestable. De toda esa muerte no hay regreso.

No sabré olvidarla. Eso nunca. Haré el poema mórbido de la repetición. Su muerte será mi gurú, mi altar. Me compró un viejo tocadiscos, para el chalet, para que yo pusiera el White album.

La lancha se ha detenido. El indígena gesticula, protesta en su idioma, opacamente, no entiendo nada: antes tan tranquilo, ahora extiende sus brazos, magnifica sus gestos, parece un futbolista reclamando a un árbitro invisible. Sólo sé que estamos en problemas. El indígena no termina de alegar, pero no arregla nada. Me dan ganas de darle un buen vergazo, sólo para que se quede quieto, y me deje pensar.

Los volcanes no parecen darse enterados de nuestra catástrofe, y de los ademanes plañideros y dramáticos de mi piloto. Magníficos en su indiferencia, hermosos en su abulia descomunal, estos volcanes ni siquiera se han tomado la molestia de tener ojos. No tienen ojos. No necesitan mirar. Pero todos en cambio necesitamos mirarlos a ellos, de vez en cuando.

El indígena se mueve tanto que incluso llego a temer que la lancha vaya a dar vuelta. Y un miedo me sobrecoge entero. Un miedo a las corrientes abismales, fantásticas, inquietantes, carniceras del lago. Porque existen. Porque están allí, esas corrientes. Viven de mi propia aprensión. Emplean mi pánico para seguir ellas latiendo en la oscuridad subacuática. Cuidadosamente se nutren de mi espanto. Desde un plexo hundido en el fondo extienden sus apéndices y tentáculos incorpóreos, rozan los márgenes de mi cuerpo, hunden en mi piel sus cables malditos.

Lo detestable de mi persona es que soy un hombre poco dotado para lidiar con esta clase de paranoias. Casi estoy sintiendo que el lago está tirando de mí, casi siento que el lago nos absorbe –a mí y al electrificado y gesticulante indígena– y así imagino cómo es que nos ahogamos ambos, retenidos por infranqueables adherencias, secuestrados por mutantes sirenas gelatinosas, con todo y lancha, y casi puedo ver, y Dios mío cómo duele, mi colección de los Beatles, ya huérfana, flotando en las aguas, todos esos discos de vinil encallando en las orillas de alguna playa inútil del lago.

Y es cuando el indígena señala algo con un dedo: sí, es otra lancha. Y se está acercando. Respiro, aliviado. La maldad, o lo que fuera, eso que me estaba atenazando la garganta, se retira, ¿a dónde?, allá: abajo. La lancha se acerca con una velocidad desconcertante. El indígena ha vuelto a su inmutabilidad previa.

Dos indígenas con lentes oscuros y vagos semblantes de raperos puertorriqueños son los tripulantes de la lancha, que ahora se encuentra al lado de la nuestra. La lancha de ellos posee un respetable sistema de sonido, que vomita con enjundia el reggaetón más infame que he escuchado en los últimos años, lo cual es ya decir algo. Como sea: estoy agradecido de que nos estén rescatando, así que les paso mi equipaje, y antes que nada mi colección de los Beatles, lo más importante. Un sentimiento tibio se extiende en mi vientre. Si van a cobrar por el rescate, no lo sé, pero estoy dispuesto a pagar lo que sea.

Ellos van poniendo mis cosas en su lancha (cuyo motor genera un ronroneo burdo) con cierta irrompible frialdad. No son muy conversadores que digamos. De hecho, no responden a ninguna de las cosas que les digo. ¿Hablan siquiera español? El agua chasquea en los bordes de la embarcación, catalizando sonidos breves y fastidiosos. Lacerante el sol, con sus cien espadas invisibles. Tan lacerante que estoy sudando profusamente. Sospecho que si me quedo más tiempo aquí, me dará alguna clase de insolación. Así que me dispongo a subir yo también a la lancha de rescate.

Para mi sorpresa los dos indígenas–raperos me lo impiden. De hecho ya se están alejando, con las cosas. Me han robado. Es consensuable pensar que van a vender una perfectamente hermosa colección de viniles de los Beatles por ni mierda. En el pasado, ciertas personas me ofrecieron mucho dinero por ella (contiene estimables rarezas). Pero siempre me resistí a venderla. La lancha se aleja, a todo reggaetón. El reggaetón no es más que el fracaso de la civilización tal y como la conocemos: como matar a Lennon otra vez.

Dos días después, me encuentro en la playa de mi chalet. Los dioses han sido inequívocamente repugnantes conmigo, de un tiempo para acá. Camino por la orilla del agua. El lago es inequívocamente bello, pero yo no tengo nada que ver con toda esa belleza.

Unos quince minutos después de que los dos delincuentes reggaetoneros me desvalijaran, el indígena logró arrancar la lancha, y me trajo hasta aquí. Ahora pienso que en realidad él formó parte del atraco todo el tiempo –no sé cómo no me di cuenta de ello en ese momento. Por eso lo exagerado de su reacción, cuando el bote se detuvo: era una cosa actuada. Pero hay que darle aunque sea un crédito: me timó limpiamente. Por lo demás, ya tendré mi oportunidad de ir a buscarlo (no olvidaré su rostro, esta vez).

Camino veinte metros hacia allá. Y de pronto… ¿Es acaso posible? Pero sí: ¡son mis viniles! Flotando en el agua, estacionándose en la arena, en medio del chapoteo sonoro. ¡Misericordia de los dioses! ¡Tenían aunque sea una recámara de alegría para mí, en su lúgubre mansión!

Seguramente la lancha de los reggaetoneros fue tragada por las corrientes abismales, fantásticas, inquietantes, carniceras del lago. ¡Golpe maestro! He de decir que por primera vez en mucho tiempo, se me sale, como un vómito, el buen humor. Recojo el White album; ni siquiera se ve tan dañado.

*Este cuento figura en 22 Escarabajos, libro que recoge relatos breves protagonizados directa o indirectamente por personajes del universo beatle. La editorial Páginas de Espuma convocó a 22 escritores de España y América Latina para escribir estos relatos, que se inspiran en el famoso cuarteto de Liverpool, The Beatles. Maurice Echeverría es el único guatemalteco antologado en la obra.

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