domingo, 10 de mayo de 2009

¡Que viva la música!

Andrés Caicedo
Soy rubia. Rubísima. Soy tan rubia que me dicen: “Mona, no es sino que aletee ese pelo sobre mi cara y verá que me libra de esta sombra que me acosa”. No era sombra sino muerte lo que le cruzaba la cara y me dio miedo perder mi brillo.
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Soy rubia. Rubísima. Soy tan rubia que me dicen: “Mona, no es sino que aletee ese pelo sobre mi cara y verá que me libra de esta sombra que me acosa”. No era sombra sino muerte lo que le cruzaba la cara y me dio miedo perder mi brillo.

Alguien que pasara ahora y me viera el pelo no lo apreciaría bien. Hay que tener en cuenta que la noche, aunque nomás empieza, viene con una nie-bla rara. Y además que le hablo de tiempos antes y que... bueno, la andadera y el maltrato le quitan el brillo hasta a mi pelo.

Pero me decían: “Pelada, voy a ser conciso: ¡es fantástico tu pelo!”. Y uno raro, calvo, prematuro: “Lillian Gish tenía su mismo pelo”, y yo: “Quién será ésta”, me preguntaba, “¿una cantante famosa?”. Recién me he venido a desayunar que era estrella del cine mudo. Todo este tiempo me la he venido imaginando con miles de collares, cantando, rubia total, a una audiencia enloquecida. Nadie sabe lo que son los huecos en la cultura.

Todos, menos yo, sabían de música. Porque yo andaba preocupadita en miles de otras cosas. Era una niña bien. No, qué niña bien, si siempre fue rebuzno y saboteo y salirle con peloteras a mi mamá. Pero leía mis libros, y recuerdo nítidamente las tres reuniones que hicimos para leer El capital, Armando el Grillo (le decían Grillo por los ojos de sapo que paseaba, perplejo, sobre mis rodillas), Antonio Manríquez y yo. Tres mañanas fueron, las de las reuniones, y yo le juro que lo comprendí todo, íntegro, la cultura de mi tierra. Pero yo no quiero acostumbrarme a pensar en eso: la memoria es una cosa, otra es querer recordar con ganas semejante filo, semejante fidelidad.

Yo lo que quiero es empezar a contar desde el primer día que falté a las reuniones, que haciendo cuentas lo veo también como mi entrada al mundo de la música, de los escuchas y del bailoteo. Contaré con detalles: al estimado lector le aseguro que no lo canso, yo sé que lo cautivo.
Tan tarde me levanté aquel día y abrir los ojos no me dio fuerzas. Pero me dije: “No es sino que pise el frío mosaico y verá que cumple con su horario”. Me mentía. La reunión era a las 9 y serían qué..., las 12. Toqué con mis piecitos, tan blancos, tan chiquitos y me estremecí toda viendo que podía dar de a paso por mosaico. Así caminé, feliz, diapoquitos, sin pretender otra cosa que llegar a la ventana.

Abrí la cortina con fuerza, y los brazos extendidos me hicieron pensar en la mujer resoluta que era, como quien dice que si quisiera sería capaz de labrar la tierra. No, no lo era. Después de la cortina tenía allí ante mí la persiana veneciana. ¿Es cierto que trae la muerte, Venecia? Digo, porque lo he escuchado (ya no) en canciones viejas. He podido jalar las cuerdillas de la veneciana como el marinero que iza las velas, y dejar entrar, glorioso, el nuevo día. No lo hice. Me acerqué, con un movimiento mínimo que también supe corrompido y rendijié por la veneciana el día: oh, y cómo extrañé todo lo de la tardecita: el color del cielo, el viento que hacía, recibirlo de frente como a mí me gusta. Es lo que le da fuerza y fragancia a mi pelo.

Pero no esos nuevos días. Vi trazos de brocha gorda, grumos en el cielo, y las montañas que parecían rodillas de negro. Condené la rendija, alarmada y abatida. ¿Por qué, si era temprano? Pensé: “Anoche quemaron las montañas y sólo le quedan pelitos pasudos”.

Mis piernas eran muy blancas, pero de ese blanco plebeyo feo, y tenía venitas azules detrás de las rodillas. Ayer me dijo el doctor que las tales venitas, de las que me sentía tan orgullosa, son nada menos que principio de várices.

Volví a mi cama, pensando: “¿Cuánto falta para que sea de noche?”. Ni idea. He podido gritarle a la sirvienta por la hora, pero no. He podido volver a cerrar los ojos y perderme, pero no: ya estaba encontrada y tenía rabia. No lo niego, le estaba sacando gusto a dormir más y más, pero ¿cómo hacía teniendo un horario estricto?

Entonces vociferé que si me había llamado alguien, y claro que inmediatamente me dijeron: “Sí, niña; los jóvenes que estudian con usted”.

Me hundí en la almohada y me empapé, consciente, en aquella humedad que se daba entre las sábanas, no sé si limpias, y mi cuerpo, suave y escurridizo como un pescado sin escamas. Sentí vergüenza, arrepentida.

Primer día que falté a la lectura de El capital, y no volví. De allí en adelante me persigue esa vergüenza mañanera que intenta que yo borre y niegue todo lo genial que he pasado la noche entera, toda la nueva gente... Bueno, eso era al principio, ya no se conoce nueva gente, no crea, los mismos, las mismas caras, y sólo dos me gustan: uno que es bailarín experto y lleva bigote de macho mexicano y yo le digo: “Te hace ver más viejo”, y él me contesta, mostrando esos dientes grandes, bellos, sonriendo: “¿Y para qué ser joven otra vez? Como si no se hubiera pasado por hartas para llegar a la edadcita esta.

Cuando opino algo de esta vida no me dejo llevar por el gusto. Hablo es según conceptos, ¿ves? Ya mi pensamiento no cambia, pero se entiende: en lo fundamental, porque en lo que es la sal de la vida quién se va a poner a decir nada, entonces cómo se explicaría que yo siga viniendo a verla cada noche, pelada”: porque nunca han dejado de nombrarme pelada. Del otro que me gusta mejor no hablo, es un ratero, un langaruto de esos que todavía usan camisetica negra.

Que la vergüenza, decía. Y yo me digo, y la peleo: “No tiene razón de ser”, no, si he gozado la noche, si la he controlado y ya teniéndola rendida me la he bebido toda, pero alto: yo no soy como los hombres, que se caen. A lo mucho terminaré toda desgreñada, lo que me ha dado aires de andar solita en el mundo, por las calles. Y antes de cerrar los ojos se lo juro que pienso: “Esto es vida”. Y duermo bien. Pero viene el día que me dice (yo creo que es el sol anormal de los dos últimos meses): “Cambia de vida”.

*ESTE ES UN FRAGMENTO DE ¡QUE VIVA LA MÚSICA!, DEL ESCRITOR COLOMBIANO ANDRÉS CAICEDO (1951-1977). LA NOVELA HA SIDO REEDITADA ESTE AÑO POR LA EDITORIAL NORMA.

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