Rodrigo Rey Rosa
Hace unos días me enteré de algo que no deja de hacerme gracia. En el Archivo tienen un apodo para mí: “el Matrix”. Tengo que reconocer que en ese lugar me siento como Un’oca in un clima d’aquile. ¿Es posible que mis hallazgos allí estuvieran dirigidos, es decir previstos?, me pregunto a veces.
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Hace unos días me enteré de algo que no deja de hacerme gracia. En el Archivo tienen un apodo para mí: “el Matrix”. Tengo que reconocer que en ese lugar me siento como Un’oca in un clima d’aquile. ¿Es posible que mis hallazgos allí estuvieran dirigidos, es decir previstos?, me pregunto a veces. “Te dejan ver sólo lo que quieren que veas, ¿no? —me dijo un día B+—. ¿Entonces, qué podés esperar?”
Como en una parábola de Kafka, para ingresar en el polvoriento laberinto que es el Archivo de La Isla, bastó con pedir permiso. Dentro, cuarto oscuro y húmedo tras cuarto oscuro y húmedo, todos llenos de papeles con su pátina de excrementos de ratas y murciélagos; y, pululando por ahí, más de un centenar de héroes anónimos, uniformados con gabachas, protegidos con mascarillas y guantes de látex —y vigilados por policías, por círculos concéntricos de policías, policías integrantes de las mismas fuerzas re-presivas cuyos crímenes los archivistas investigan.
Lunes.
Largo y angustioso sueño de persecución policíaca —el perseguido soy yo. Dirige la cacería un personaje que supongo que mi subconsciente creó inspirado en el viejo Tun. Desconozco el motivo por el que me buscan. Me han dado una tregua, un plazo para que salga del país, y el plazo está por terminar.
Consulto con varias personas —mi padre, Gonzalo Marroquín y un abogado de reputación dudosa—; todos me aconsejan que me vaya. Pienso en Pía. No quiero estar lejos de ella, digo. “Pero —replica Gonzalo— tampoco querés que tenga que ir a visitarte en la cárcel”. Cita ejemplos de varias personas que conocemos que han ido a parar en la cárcel en los últimos días. Han sido capturadas por órdenes de Tun —me explica— y a pesar de ser gente influyente parece que no les será fácil recobrar la libertad. Pienso en esconderme, pero tengo poco tiempo para dar con el escondite ideal.
De pronto, estoy corriendo escaleras arriba en una casa circular con techo cónico que tiene mucho del rancho de Petexbatún —maderamen magnífico, altísima techumbre de palma—, sólo que ésta tiene varios pisos y cuartos y es muy enredada. Unos policías me buscan en el piso inferior; yo ya estoy escondido cerca del vértice de palma. Los policías desisten y vuelven a salir. No me atrevo a moverme, aunque estoy en una posición imposible, con dolor en el cuello y la espalda.
Después de un silencio que me parece muy largo, oigo que hay gente en el exterior. Reconozco la voz de mi madre, que habla con otras mujeres. Desciendo de mi escondite con dificultad. Salgo de la casa. Las mujeres, me doy cuenta, son un grupo de Madres Angustiadas. Me dicen que tengo que irme de ahí, que seguirán buscándome. No puedo quedarme en el país. El sueño, que recuerdo borrosamente después de ese momento, sigue por carreteras que atraviesan montañas, desfiladeros y barrancos. Me doy cuenta de que voy hacia Belice, pensando en cuánto tiempo pasará antes de que vuelva a ver a Pía.
Martes 1 de mayo.
Termino de leer el Fouché de Zweig.
La idea de ofrecerle mis “servicios” a la nueva ministra de Gobernación pasa inesperadamente por mi cabeza.
Miércoles.
Noche sin sueños.
Ayer, excursión al Tular con Pía. Fabricamos más “bloques Barceló”. Le digo a Pía que vamos a hacer una casa de muñecas con estos bloques. “¿Una casa donde yo quepa?”, me pregunta. Le aseguro que así será. Por la tarde paseamos a caballo por el bosque viejo y nadamos en la piscina.
No vi a B+ ayer; otro pequeño disgusto. Me manda un mensaje de texto, a eso de las seis de la mañana, para quejarse de lo que llama “mi horrible orgullo”.
Intenso dolor lumbar.
Leo las Memorias de Voltaire, que apenas había hojeado en París. En las primeras páginas, cuenta cómo el rey Federico Guillermo de Prusia quiso (pero no pudo) hacer cortar la cabeza a su hijo y heredero Federico, que quería dejar el reino para correr mundo. Parece —dice Voltaire a modo de conclusión— que ni las leyes divinas ni las huma-nas expresan clarame nte que un joven deba ser decapitado por haber tenido el deseo de viajar.
Diez y cuarto.
Breve entrevista con Benedicto Tun. Hacemos cita para mañana a las diez en su despacho. Tiene —me dice— dos dictámenes importantes que hizo su padre y que quiere enseñarme. Le digo que, durante mi visita anterior, vi que al lado de su despacho estaba el de Arturo Rodríguez, militar de izquierda protagonista de un intento de golpe de Estado contra otro militar, Miguel Ydígoras Fuentes, durante cuyo gobierno comenzó la primera gran ola represiva de los años sesenta. Le pregunto si su padre y Rodríguez fueron amigos. Dice que no, que él, en cambio, tiene cierta amistad con Rodríguez y que, si quiero, más adelante puede presentármelo.
Cuidadosamente, saca una foto de un cajón para enseñármela: se trata del bautizo del hijo mayor de Miguel Ángel Asturias, Rodrigo, futuro jefe de la Organización del Pueblo en Armas (ORPA) y la Unión Revolucionaria Guatemalteca (URNG). Lo bautiza monseñor Rossell y Arellano, que unos años más tarde sería arzobispo de Guatemala. El padrino es Ydígoras Fuentes, ni más ni menos. Le pregunto dónde la obtuvo. Dice que la encontró entre los papeles de su padre.
Llamo al jefe; está en una reunión —me dice— y me llamará más tarde.
I. Alejandro Azurdia aazurdia@sigloxxi.com
*ESTE ES UN FRAGMENTO DE EL MATERIAL HUMANO, LA NUEVA NOVELA DE RODRIGO REY ROSA (GUATEMALA, 1958). HA SIDO EDITADA EN GUATEMALA POR EDITORIAL ANAGRAMA EN ASOCIACIÓN CON LA LIBRERÍA SOPHOS.
domingo, 17 de mayo de 2009
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