domingo, 19 de abril de 2009

La revolución que causó una supernova

Eduardo Rubio Herrera*
Una noche de noviembre de 1572, una estrella comenzó a brillar súbitamente en la constelación de Casiopea. Era una estrella que no estaba registrada en las cartas celestes de la época y por lo tanto atrajo la atención de los astrónomos. Ahora sabemos que esto fue una supernova: un evento bastante violento, asociado a la muerte de una estrella.
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Una supernova ocurre cuando una estrella más masiva que el Sol arroja a grandes velocidades la envolvente de su núcleo hacia el espacio, emitiendo diferentes tipos de radiación y transformándose en un objeto extremadamente brillante durante semanas y meses. Las supernovas suceden una vez cada 50 años en una galaxia como la nuestra, pero, debido al polvo que flota en el espacio interestelar absorbiendo la luz, sólo podemos ver una cada 100 años a simple vista.
La supernova que ocurrió en 1572 fue observada por el astrónomo danés Tycho Brahe, quien registró cuidadosamente su posición y los cambios de luminosidad que presentó durante el tiempo que fue visible. Su luz transportó, a lo largo de 7,200 años luz, un mensaje que fue adecuadamente interpretado por los científicos: los cielos no eran inmutables. Esta idea había sido establecida por el modelo geocéntrico, introducido por Aristóteles y adoptado durante la Edad Media, según el cual las estrellas permanecían fijas, y los planetas eran esferas girando alrededor de la Tierra.

La aparición de la supernova generó la necesidad de elaborar mapas estelares precisos y de realizar observaciones de forma periódica para registrar eventos similares. Ambas medidas permitieron a Johanes Kepler identificar otra supernova que apareció en octubre de 1604. Ésta confirmó la idea de que los cielos sufren cambios. Las observaciones de estas dos supernovas, junto a observaciones realizadas a simple vista de los movimientos de los planetas, revelaron ciertas inconsistencias con el modelo geocéntrico y prepararon el terreno para acoger las observaciones por medio de telescopios que originaron una revolución científica sin precedentes. Es por esto que cuando en 1609 Galileo Galilei apuntó su telescopio al cielo y publicó sus resultados, sus observaciones fueron muy bien acogidas en los círculos académicos. La Luna, en lugar de ser una esfera con una superficie homogénea e inmaculada, resultó estar cubierta de cráteres y de montañas; Venus presentaba fases como la Luna; Júpiter apareció rodeado de una cohorte de satélites naturales y la Vía Láctea —la nebulosa que adorna el cielo en las noches claras y sin Luna—, resultó ser el brillo superpuesto de millones de estrellas. Estas observaciones apoyaron el modelo heliocéntrico propuesto por Nicolás Copérnico, según el cual el Sol está en el centro del Sistema Solar con los planetas girando en órbitas circulares. La observación precisa y sistemática de los cielos permitió después a Kepler refinar este modelo proponiendo órbitas elípticas para los planetas. Y más tarde permitiría a Newton establecer la ley de gravitación universal.
Desde 1604 no se observa una supernova dentro de nuestra galaxia, y la última visible a simple vista ocurrió en 1987, cuando una estrella explotó en la Gran Nube de Magallanes, una galaxia satélite de la nuestra, a 168 mil años luz de distancia. La próxima puede ocurrir entre mañana y un siglo.

*Eduardo Rubio Herrera (Guatemala, 1978) es licenciado en Física por la Usac; estudió una maestría en Astronomía en la UNAM y actualmente cursa un doctorado en Astrofísica en la Universidad de Ámsterdam en los Países Bajos.

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